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martes 26 de agosto de 2014

El credo predilecto de los políticos

El credo predilecto de los políticos

La política como actividad profesional ha instalado  una serie de creencias hasta convertirlas en verdades irrefutables.  La mayoría de ellas apuntan a que la sociedad incorpore  la idea de que los políticos son imprescindibles protagonistas,  necesarios participes y vitales intérpretes en su función  de intermediarios entre las dificultades y las soluciones

El paradigma central de ese dogma preferido por  los políticos, es aquel que sostiene que son los gobiernos  los que deben ‘solucionar los problemas de la gente’. Esta  perspectiva, además de perversa y falaz, apuesta a  la pereza ciudadana promoviendo la comodidad de ciudadanos  que creen, genuinamente, que todos sus padecimientos son  responsabilidad de terceros, de otros, de personajes que  se empeñan en hacerlos desdichados.

En  el marco de esa engañosa teoría, la política  como sacerdocio y vocación, asume el heroico rol de  ofrecer ‘alivios y remedios’ para que la comunidad los apoye  electoralmente y de ese modo deleguen esa agotadora gestión  dejando todo en manos de políticos supuestamente eficientes  que toman la posta para resolver cada inconveniente que  los ciudadanos identifican.

La felicidad es  un concepto subjetivo, individual, absolutamente personal,  por el que cada ciudadano fija sus prioridades, gustos,  preferencias y una escala de valores bajo la cual intenta  alcanzar ese estándar sublime.

No existen  garantías para ello. Esa búsqueda es permanente  y siempre imperfecta. Lo que cada individuo intenta es lograrlo,  pero no lo consigue con la frecuencia deseada, siendo invitado  entonces a ajustar reiteradamente sus estrategias y tácticas  para obtener la meta soñada. Por momentos lo consigue,  pero sabe que ese bienestar es efímero y que pronto  algo volverá a romper el equilibrio, obligándolo  a un nuevo intento.

Imaginar que esas vivencias  individuales pueden resumirse en una consigna única,  común y universal, es un gran embuste. La política  lo plantea porque si no implanta la visión del bien  común, esa matriz genérica que sirva para todos,  no puede operar y su existencia no tendría sentido.  Y es así que desemboca en la mágica fórmula  de ‘resolver los problemas de la gente’.

Resulta  demagógico, pero al mismo tiempo muy simpático,  sostener ese discurso que dice que la sociedad no es culpable  de nada, que todo lo que le sucede es responsabilidad ajena  y que la política se encargará de poner las cosas  en su lugar para que de ese modo todos sean afortunados.

En realidad, los individuos deberían comprender  que lograr ese progreso y felicidad depende de ellos mismos,  que la tarea no es esperar que las cosas ocurran sino, justamente,  hacer que sucedan.

Las personas prosperan, avanzan  y consiguen ser felices, cuando gobiernan sus vidas y triunfan  por sus propios méritos. Claro que están los que  tienen suerte y que el contexto influye, pero eso no debe  invitar a cruzarse de brazos y esperar que «otros» resuelvan  los inconvenientes particulares.

La tarea es  hacerse cargo, ser responsables del propio destino, ocuparse  de uno mismo y también de sus respectivos entornos.  Son los individuos los que deben accionar y organizarse  cuando la voluntad individual no alcanza para cooperar y  ejecutar cuando un tema les interesa.

Existen  varias generaciones de ciudadanos que creen que los gobiernos  deben proveerles trabajo, vivienda, alimentos, educación  y salud, entre tantas otras necesidades. Están convencidos  que se trata de una obligación de los gobiernos consagrarse  a esos temas. Entienden que alguien debe pagar ese costo,  y no son ellos, sino el resto. Por eso promueven la exigencia,  y no apelan al esfuerzo personal como herramienta de cambio.

Ni los políticos, ni los gobiernos, están  para quitar los obstáculos del camino. Nacieron con  el objetivo de garantizar derechos a cada individuo, y asegurar  a los ciudadanos la posibilidad de convivir en armonía,  evitando que se quiten la vida, la libertad y la propiedad  unos a otros a través de mecanismos inmorales y del  tradicional abuso de poder.

Los políticos  tendrían que poner sus energías en generar las  condiciones para que sean los individuos los que puedan  crear su propia felicidad a través de sus decisiones  personales, asumiendo los riesgos derivados de cada determinación.  La responsabilidad de la política es cerciorarse de  que nadie inicie el uso de la fuerza contra otra persona  y que si lo hace, esa actitud tenga consecuencias negativas  que desestimulen un nuevo intento.

La política  debe dedicarse a que los individuos tengan reglas de juego  claras, transparentes, estables, con incentivos bien definidos,  para poder en ese marco buscar su propia felicidad, y no  pretender reemplazar a los ciudadanos en esa labor. La sociedad,  por su parte, debe esforzarse, esmerarse, para que el resultado  de tanto trabajo sea su mayor estímulo y para no caer  en la trampa de asignar culpas para justificar errores propios.

La dirigencia se ha esmerado en instalar esta idea  en la mente de todos. Cada ciudadano que cree en esa frase  que dice que los políticos están para resolver  sus dificultades, en algún punto, es porque prefiere  descansar en esa mirada que tomar riesgos asumiendo sus  éxitos y fracasos.

Es prioritario cuestionar  el discurso de los políticos, el verdadero rol de los  gobiernos, y la función del Estado en todas sus formas  y jurisdicciones. Definitivamente, son los individuos los  que deben encontrar atajos frente a cada conflicto, en forma  personal cuando ese sea el ámbito, o también organizándose  socialmente cuando el objetivo amerite un trabajo coordinado  en equipo. Pero es bueno empezar a destruir aquel confortable  slogan que afirma que son ellos los que deben solucionar  los problemas de la gente. Lamentablemente esa visión  es parte del discurso cotidiano y se ha constituido en el  credo predilecto de los políticos.