El demonio de la violencia política
Con sinceridad sorprendente, la líder de la agrupación Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, dice que «fue hermoso» lo hecho por las organizaciones guerrilleras en la Argentina
Con sinceridad sorprendente, la líder de la agrupación Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, dice que «fue hermoso» lo hecho por las organizaciones guerrilleras en la Argentina de hace aproximadamente cuarenta años, ya que «hubo una juventud que dejó la vida y nos posibilitó la democracia». A su juicio, fue una gesta libertadora plenamente comparable con la emprendida por San Martín. Aunque pocos se animan a decirlo en voz alta, muchos kirchneristas, izquierdistas y «progresistas» sueltos comparten la opinión de Carlotto. Creen que, si bien los que se entregaron a la lucha armada cometieron lo que llaman «errores», eran idealistas heroicos, demócratas cabales, que querían hacer de la Argentina un país mejor.
Por desgracia, la verdad es un tanto distinta. A los montoneros en el fondo neofascistas, los erpistas marxistas y sus aliados coyunturales de una cantidad desconcertante de sectas peronistas, no les interesaba la democracia tal y como es habitual definirla en el mundo actual. Al contrario, eran elitistas iluminados, de mentalidad militarista, tan convencidos de su propia rectitud que mataban y secuestraban a quienes no tendrían lugar en sus utopías particulares. Era tal su fanatismo que no vacilaban en «ejecutar» a compañeros sospechosos de desviaciones doctrinarias o éticas. Pero, decían, nuestros fines revolucionarios son tan espléndidos que pueden justificarse hasta los medios más truculentos, mientras que oponérsenos es de por sí evidencia de complicidad con «la derecha» capitalista e imperialista, o sea que es un crimen imperdonable que en algunos casos merece la pena capital.
La proliferación de estas bandas y los estragos que provocaban plantearon una serie de dilemas al gobierno legítimamente elegido de los presidentes Juan Domingo Perón e Isabelita. Combatirlas en el marco de la ley sería difícil; algunos jueces y muchos abogados simpatizaban con los terroristas y otros se sentían intimidados. Por lo demás, el apego del general, su esposa y sus colaboradores a los valores democráticos distaba de ser fuerte. Optaron por su propia versión, «reaccionaria» conforme a las pautas de la izquierda «marxisante», de la lucha armada, de ahí la Triple A. Una vez caído el gobierno de Isabelita, los militares hicieron lo mismo. Puesto que en aquel entonces el poder civil se negaba a asumir responsabilidad alguna por lo que, andando el tiempo, un mandatario norteamericano calificaría de «la guerra contra el terror», los militares estaban libres para aplicar las normas despiadadas que les son propias, actuando como han hecho todos sus equivalentes cuando les correspondían «pacificar» un territorio sin tener que preocuparse por los reparos de políticos civiles conscientes de la necesidad de pensar en las consecuencias a largo plazo de lo que hacían. Se inspiraron en el ejemplo brindado por ciertas unidades francesas en la guerra de Argelia que habían adoptado métodos ya perfeccionados por regímenes revolucionarios, pero a diferencia de ellas no les sería dado replegarse hacia una metrópoli ubicada en otro país.
No lo entenderán Carlotto, la gente de La Cámpora, los autoproclamados «militantes de los derechos humanos» y otros que quisieran hacer pensar que, a pesar de las apariencias, los montoneros en realidad representaban una vanguardia democrática, una cuyos líderes soñaban con una Argentina paradisíaca, tolerante y pluralista, pero los argumentos que despliegan servirían para exculpar a sus archienemigos militares. Los defensores de éstos, si aún quedan algunos, podrían señalar que, en los años setenta del siglo pasado, las formaciones revolucionarias eran terriblemente mortíferas, que a juzgar por lo que ocurriría en otras partes del mundo era razonable suponer que, de alcanzar el poder los Montoneros o el ERP, millones de argentinos podrían correr la suerte de sus contemporáneos camboyanos a los que asesinaban los «idealistas» de Pol Pot, las incontables víctimas de la saña maoísta o, por fortuna en escala menor pero igualmente vesánicas, las víctimas de las matanzas de disidentes que habían perpetrado humanitarios idolatrados de la talla del «Che» Guevara y el amigo Fidel, para llegar a la conclusión de que, si los fines justifican los medios, la guerra sucia debería reivindicarse porque «nos posibilitó la democracia».
Para Carlotto, Hebe de Bonafini y tantos otros que figuran como militantes de la lucha por los derechos humanos, se trata de un asunto personal. Es natural que exalten la conducta y las creencias, por antidemocráticas que fueran, de sus familiares o amigos que murieron a manos de los escuadrones de la muerte «derechistas» civiles o castrenses. También lo es que intenten interpretar lo que sucedió más de una generación atrás para que coincida con el consenso pacífico actual.
Lo preocupante no es que en ocasiones procuren justificar la violencia politizada que segó tantas vidas, sino que al resto de la sociedad le parezca perfectamente lógico que las entidades supuestamente comprometidas con la defensa de los derechos básicos se vean monopolizadas por quienes tienen motivos de sobra para querer vengarse, denunciando los crímenes horrendos de la represión pero pasando por alto, cuando no embelleciendo, los que fueron cometidos por quienes hicieron tanto por instalar un código de valores inhumano al subordinar todo a sus propias visiones políticas.
No es cuestión de dos demonios sino de uno solo, de la convicción de que hay que purgar la sociedad de aquellos elementos que uno cree negativos. Por fortuna, los «idealistas» de hace casi medio siglo no pudieron llevar a cabo su programa depurador, como hicieron, con consecuencias inenarrablemente trágicas, individuos de principios muy parecidos en tantos países de Europa, Asia, África y en Cuba. Sólo asesinaron a varios centenares.
En cambio, los militares, que hicieron suya la metodología de la Triple A del gobierno peronista, sí lograron hacer lo que se habían propuesto. Creían que merced al apoyo inicial que les dieron los asustados por el espectro revolucionario, y a la indiferencia evidente de buena parte de la sociedad hacia la violación sistemática de los derechos humanos, disfrutarían de impunidad. Se equivocaron: el caos económico y una guerra perdida los desprestigiarían hasta tal punto que pronto se vieron repudiados por la mayoría de sus compatriotas, lo que permitió a sus enemigos escasamente democráticos derrotarlos en el terreno político al apropiarse de una causa que, algunos años antes, habían aprovechado, con éxito fulminante, los «derechistas» norteamericanos para apurar el colapso del socialismo real soviético.
Fuente: http://www.rionegro.com.ar/