Los acontecimientos que se están sucediendo en Francia con motivo de la promulgación de la llamada “Ley de Primer Empleo para Jóvenes” vuelve a poner a ese país en la primera fila del “rebelionismo”, esa forma subalterna de la sana rebeldía ante la injusticia y la adversidad, a la cual es tan afecta, también, la Argentina.
La inveterada incapacidad francesa para reformarse a través del diálogo ha sido un sello de identidad de esa nación desde que entregó al mundo ese acontecimiento fracasado y reaccionario que, en un acto típicamente teatral, vendió al Universo con el pomposo nombre de “Revolución Francesa”.
Aquel hecho “muchedumbrista”, irracional y ruidoso, que no le aportó al mundo más que odios y malas ideas, ha sido presentado, en cambio, como el punto de inflexión de media humanidad. La intelectualidad, enamorada de su bohemia vacía, hizo coincidir su suceso con el fin de una era histórica.
La fascinación argentina por ese modelo ha sido evidente. Libre para optar, con un menú de ofertas mundiales a imitar, con el privilegio de ser un país vacío, aún no contaminado, la sociedad argentina eligió mal. Obnubilada por el ruido de un jacobinismo estúpido, más interesado en destruir que en mejorar el nivel de vida de sus contemporáneos, la sociedad intelectual argentina fijó su atención en un modelo que luego de desgarrarse sus vestiduras por la igualdad, la libertad y la fraternidad, se entregó voluntaria y apasionadamente a los brazos de Napoleón.
Otras “revoluciones” más silenciosas que no se preocuparon por la épica sino por el resultado práctico de sus acciones en términos del progreso humano, no tienen hoy ni el conocimiento, ni la buena prensa, ni el ascendiente mundial que ha conseguido el mamarracho de la Bastilla.
Otros países más inteligentes y menos quijotescos advirtieron más rápido que tarde la pantomima francesa y fueron más indóciles al engaño y al encantamiento. La Argentina quedó como estupefacta ante tanta actuación disfrazada de brocato y bocas trompudas. Se hipnotizó por una puesta en escena que disfrazó la vagancia con las ropas de la bohemia, lo reaccionario con los disimulos del más rancio conservadurismo y lo que no era otra cosa que aburguesamiento con los perfiles de gritos innovadores.
Francia ha sido siempre un país temeroso. Pidió ayuda para que la defendieran, pactó con el enemigo para que no le bombardearan sus barrocos edificios y sus ostentosas estatuas. Se acurrucó entre la legalidad burocrática para evitar la competencia, impone su idioma para que no muera, vive de lo que fue, aunque nunca fue verdaderamente mucho. Es, cuando se la compara con lo que otras culturas han entregado al Universo, un fiasco de la historia humana, una fábrica interminable de teorías retorcidas que han invitado a la humanidad a rascarse la oreja izquierda con la mano derecha y a tener la pretensión de presentar ese hecho como inteligente.
Una vez más, la Argentina entró en estado de éxtasis cuando constató la posibilidad práctica de poder hacer como que era importante sin hacer los esfuerzos verdaderos que se precisan hacer para ser importante en serio. Fue como haber descubierto la desiderata de la vida propia, como constatar que lo que uno quería para sí alguien había podido lograrlo en los hechos. Y es cierto, los franceses lograron convencer a medio mundo de que su revolución, su contribución al bienestar humano, y su participación en la libertad del individuo ha sido decisiva. En realidad, su revolución ha sido un compendio de disparates totalitarios; la contribución de su cultura al bienestar humano puede tomarse con pinzas, porque si por ellos hubiese sido, la humanidad hubiera conservado una magnífica arquitectura pero se habría entregado a la servidumbre; y, finalmente, la libertad individual no le debe nada. Al contrario, a su pertinaz arte de disimular con la letra de la ley lo que es la verdadera realidad, el mundo le debe gran parte de los experimentos que han cercenado la libertad de las personas.
Estos últimos actos de “callejismo” –que se suman a los que protagonizaron cuando rechazaron (por temor) la Constitución Europea y a los desmanes raciales del año pasado- son otro de los ejemplos de la mentalidad totalitaria, de hombre-masa, que predomina en el espíritu francés y que, por su puesto, deleita al “muchedumbrismo” argentino. Esas oleadas de gritones, que no tienen capacidad para distinguir racionalmente un tornillo de una pipa, son la semilla que mata la libertad. Son la semilla que fascina a los argentinos.
No hemos sido buenos “ni para espiar”. Al mismo tiempo que Francia mostraba su puesta en escena, otros países mostraban los resultados de sus experimentos sociales. En lugar de dirigir nuestra mirada hacia ellos, los fuegos de artificio del romanticismo francés nos hicieron creer que era posible vivir de las apariencias. Ellos pudieron hacerlo porque el mundo que los vio nacer permitía ciertos lujos que el mundo de la Argentina naciente ya no permitía. Su geografía, por otro lado, disimuló lo que, en el caso argentino, resaltó como un grotesco.
Terminemos con esta fascinación. Hay espejos más dignos donde mirarse. Hay espejos que verdaderamente buscan el mejoramiento de la calidad de vida de las personas; hay espejos que buscan la renovación política en serio. Los políticos franceses tienen entre 10 y 15 años más de promedio que el resto de los políticos de Europa. ¿Quién es el verdadero renovador?
Hay espejos que, en silencio, con racionalidad, sin “revolucionar” nada producen sin prisa pero sin pausa un constante ascenso social. Terminemos con el teatro. Terminemos con la mentira de un modelo inventado por un país que ha vivido de las apariencias y le ha hecho creer al mundo una cáscara hueca que sólo ha producido calamidades para los que tontamente han decidido copiarlos. © www.economiaparatodos.com.ar |