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jueves 9 de julio de 2009

El fracaso de las empresas del Estado

Un análisis de la participación estatal en las compañías privadas en otras partes del mundo frente a la experiencia argentina.

El escaso nivel intelectual de aquellos que pretenden dirigir el país queda en evidencia cuando insisten con los fracasos del pasado esperando conseguir resultados distintos.

Como carecen de imaginación creadora y de espíritu de discernimiento, no se dan cuenta de que su propia incompetencia es la causa que les hace reiterar los mismos errores provocando mayores frustraciones.

Esto mismo está pasando con la presidente Cristina Fernández de Kirchner cuando sostiene tercamente en la necesidad de reinstalar las empresas estatales.

Pero también sucede con la oposición. El principal candidato a legislador del centro- derecha peronista ha planteado -como algo baladí- que debían restaurarse las empresas públicas en materia energética señalando que se “había sentido más argentino cuando reestatizaron Aerolíneas Argentinas” bajo la presión extorsiva de Ricardo Jaime.

No le va en zaga la bohemia de izquierda que creció inusitadamente en Capital Federal. Por medio de sus voceros cinematográficos ha proclamado que la solución a la crisis que atravesamos se encuentra en la estatización de las empresas.

En apoyo de esta tosquedad ideológica, todos ellos arguyen que también lo está haciendo Barack Obama en EE.UU. Mencionan el caso del Citibank, General Motors o Chrysler. Y en apoyo de sus tesis añaden que en el mundo hay empresas públicas exitosas como Petrobrás de Brasil y la Règie Nationale des Usines Renault en Francia.

Lo que no dicen -quizás porque no lo saben- es que en el caso de los grandes bancos americanos, la ayuda estatal consiste en exigirles la aplicación de rígidos criterios contables para valuación de los derivados financieros e hipotecas subprime. Sólo después de ello, les otorgan un excepcional crédito público para reestructurar activos contaminados y comprar deuda tóxica que deberán devolver religiosamente en plazos determinados. En cuanto a General Motors, la intervención del Estado se traduce en la exigencia oficial para que redimensionen la empresa, liquiden extravagantes líneas de producción, diseñen modelos híbridos para ahorrar gasolina y se ajusten a la ley de bancarrotas, preservando los pasivos fiscales.

Por lo que se refiere a Chrysler, la estatización de Obama se ha ceñido a la amenaza de permitir su liquidación -como la antigua Studebaker en 1966- si no vendían una parte del paquete accionario a Fiat y adoptaban la tecnología italiana para producir coches chicos y medianos con motores de gran rendimiento.

Como se ve, esto es algo muy distinto a la nacionalización de empresas tal como la conciben los políticos autóctonos.

En cuanto a empresas públicas como Petrobrás y Renault, es cierto que la mayoría de las acciones pertenecen a ministerios y organismos del Estado, pero ellas funcionan como empresas privadas, sometidas a las leyes del mercado; sus directores tienen que responder con la misma mancomunidad que cualquier ejecutivo privado frente a ley de quiebras. Estas empresas tienen que competir con otras privadas, no tienen mercados exclusivos, deben pagar impuestos como cualquier sociedad, presentan trimestralmente sus balances, cotizan en bolsas y sus necesidades de financiamiento se cubren recurriendo a mercados de capitales como cualquier hijo de vecino.

En realidad no son empresas públicas sino empresas privadas con capital accionario en manos del Estado, quien obra como lo haría cualquier inversor institucional. En el caso de Renault, la sede fiscal de sus negocios está en Luxemburgo para no quedar sujeta a los abusivos impuestos del gobierno francés.

Muy distinto fue el dramático caso de Argentina, en su anterior experiencia intervencionista que reinó durante 45 años desde 1946. La irrupción generalizada de las empresas del Estado se produjo a partir del decreto 15349 del año 1946 que estableció las sociedades de economía mixta. Allí apareció la ideología nacional socialista del capitalismo de Estado.

Hacia 1986, en el apogeo de la presidencia de Raúl Alfonsín, el Estado era dueño omnipotente y administrador irresponsable de 347 empresas públicas. Además era socio minoritario de otras 410 sociedades donde no asumía funciones dominantes.

El primer grupo de 347 empresas públicas se regía por 19 regímenes legales diferentes. En conjunto perdían más de un tercio de sus facturaciones anuales. Ocupaban 627 mil personas que representaban el 35,3 % de todos los empleados públicos.

En el segundo grupo de 410 sociedades se encontraban hoteles del Estado concesionados a los amigos del poder y empresas sobre las que el Banade o la Caja Nacional de Ahorro Postal ejercían control accionario, porque habían emitido debentures o estaban incluidas en régimenes de moratoria fiscal y previsional. Dentro de estas sociedades había casos insólitos de fábricas de heladeras, plantas de armado de scooter y motocicletas, confiterías nocturnas bailables, salas cinematográficas y salones de fiestas.

En junio de 1986, el doctor Rodolfo Rossi logró desentrañar los datos celosamente guardados por los burócratas y determinó las pérdidas que producían las empresas del Estado.

El siguiente cuadro demuestra cuánto perdieron en 1984 las empresas estatales, cuyo panegírico estamos escuchando irresponsablemente en la actualidad.

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Estas pérdidas fueron calculadas a fines de 1984 y ajustadas con la paridad del poder adquisitivo del dólar a mayo de 2009. En las cuentas fiscales de 1986, las pérdidas de las empresas estatales representaban el 105,7 % del déficit presupuestario y fueron la principal causa de la hiperinflación desatada 2 años después.

Para enjuiciar adecuadamente esta pérdida de u$s 12.794,1 hay que tener en cuenta que equivalían al 39,5 % del gasto total del sector público consolidado, no incluyendo las amortizaciones de los bienes del activo fijo, ni las amortizaciones de activos inmateriales. Ninguna de estas 347 empresas deficitarias pagaban impuestos nacionales, provinciales o municipales. Todas tenían financiamiento privilegiado mediante partidas presupuestarias denominadas “Necesidad de financiamiento de empresas públicas”. También lograban préstamos bancarios a tasas subsidiadas mediante bonos del Tesoro Nacional y contaban con recursos de planes de ahorros previos como el plan Megatel, que nunca se terminó de cumplir.

En la actualidad, dichas empresas requerirían un subsidio de u$s 45.000 millones, exactamente igual a las reservas nominales que exhibe el balance del Banco Central, los cuales tendrían que salir de los exhaustos bolsillos de los contribuyentes argentinos. Esa es la magnitud del fracaso que muchos irresponsables pretenden volver a repetir. Como se ve no sólo es cuestión de votar bien, sino de reclamar que funcionen correctamente el Parlamento y la Justicia y se manifieste ordenadamente la indignación popular en cuantas oportunidades nos sigan mintiendo. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad.

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