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jueves 24 de mayo de 2007

El intervencionismo siempre engendra corrupción

La intromisión de las autoridades políticas en la actividad económica, un campo propio y específico de las personas privadas, no puede generar más que confiscación y dádiva.

En estos días, se están sucediendo una serie de hechos que ponen al descubierto las pústulas de la corrupción enquistada en el poder.

A medida que un gobierno sucede a otro, parecie ra que sus integrantes van adquiriendo mayor soltura para idear procedimientos destinados a quedarse con suculentos fondos de las arcas públicas.

La última innovación tecnológica en materia de corrupción es el ingenioso mecanismo del fideicomiso, que en los países de origen británico se denomina “trust”, es decir, confianza.

El fideicomiso fue, inicialmente, una disposición de la última voluntad de alguien que deja su fortuna encomendada a la buena fe de otro –denominado fideicomisario- para que, en tiempo y forma determinada, la transmita a un beneficiario o la invierta del modo que se le señala.

Pues bien, a partir del año 2002, esta institución sajona comenzó a ser intensamente utilizada en nuestro país por nuestros astutos gobernantes con el objetivo de escapar al control contable y la auditoría de los organismos que entienden en materia de presupuesto público: la Contaduría General, el Tribunal de Cuentas, la sindicatura de empresas públicas y la Auditoría General de la Nación.

Modus operandi de la corrupción

La estrategia de la corrupción por medio del fideicomiso comienza por munirse de leyes que otorgan la facultad de cobrar “cargos específicos” en facturas de servicios públicos a grandes y pequeños usuarios. Otra opción es cuando se sancionan leyes que delegan plenos poderes en los políticos para que estos dispongan de partidas presupuestarias a su antojo.

Estos importes son depositados en el Banco Nación como aportes irrevocables de un fondo de fideicomiso. El fideicomiso puede tener los fines más extravagantes y exóticos, pero siempre estará a cargo de un funcionario de absoluta confianza, vinculado al poder político de turno, con el título de fideicomisario.

El paso siguiente consiste en idearse una obra pública, cuanto más faraónica mejor porque hay más cuero de donde sacar lonjas. Luego, se encomienda a una empresa particular que prepare las bases para llamar a un concurso de precios privados, no-públicos, reservándose el derecho de autorizar el importe final y de recomendar a ciertos candidatos que entiendan cuáles son las señales del juego.

Casi nunca se opta por el precio menor, sino que se toleran sobreprecios muy altos que superan ampliamente el doble del costo presupuestado por técnicos razonables y sensatos.

De ese sobreprecio alguien, oculto fuera de la trama del fideicomiso, obtendrá beneficios que le serán pagados por un sistema subterráneo, a través de cuevas financieras o mediante testaferros insolventes, cuyo destino final es tan recóndito e indescifrable como los jeroglíficos egipcios.

Como, a su vez, las empresas participantes que aceptan las reglas del juego se ven obligadas a justificar contablemente el origen de esos fondos, apelan a la adquisición de facturas pro-forma otorgadas por empresas ficticias, debidamente registradas y autorizadas por la AFIP. Dichas facturas se cotizan entre el 5% y el 10% de su importe venal.

Así armada la parodia del fideicomiso, originariamente pensado para testamentar una fortuna a favor de un heredero privilegiado, la ingeniería financiera termina poniendo suculentas sumas de dinero en los bolsillos de personajes ocultos que nunca dan la cara.

Sin embargo, si el sistema es repugnante y digno de toda reprobación, mucho más grave y peligrosa es la aceptación social de la corrupción.

Cuando la sociedad civil parece resignada a tolerar estas muestras de podredumbre y finge creer en las declaraciones de que “se trata de una coima entre privados”, la partida está perdida.

Es cierto que, así, un gran número de integrantes de esa sociedad acalla su conciencia y quedan enmudecidos frente a un espectáculo por el que no muestran interés, puesto que siguen ganando dinero, haciendo buenos negocios y gozando de la buena vida.

El intervencionismo estatal

A lord Acton debemos aquella frase de “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Ahora podríamos actualizarla diciendo que “el intervencionismo estatal siempre corrompe tajantemente”.

Para decirlo más claramente, el intervencionismo siempre engendra corrupción. ¿Por qué? Porque significa una intromisión de las autoridades políticas en un campo propio y específico de las personas privadas: la actividad económica.

La economía es naturalmente una actividad entre particulares, que se desenvuelve dentro del derecho civil y el derecho comercial, nunca dentro del derecho administrativo. Y la corrupción es, inexorablemente, el resultado de la intervención del Estado en esa actividad económica.

Desde el punto de vista de los ciudadanos afectados, el intervencionismo produce estas dos consecuencias: confiscación y dádiva.

Es confiscación porque la intervención se basa en aquellos que deben pagar un tributo, soportar cargos específicos o asumir un costo que los demás no tienen. También es dádiva porque esa confiscación se traduce en un donativo que reciben los beneficiarios de los subsidios, los contratistas que certifican obras públicas con sobreprecios y los que reciben exenciones fiscales privilegiadas.

Siempre que hay intervención estatal habrá individuos o grupos sociales que se enriquecen a costa de otros o de sociedades privadas.

Los intervencionistas argumentan, sin ofrecer pruebas en contrario, que la acción del Estado se supone ecuánime y destinada al bien común de toda la población.

En cambio, la experiencia de años y años nos demuestra que indudablemente ninguno de los burócratas, funcionarios o mandatarios electos actúa de manera similar a los integrantes de un coro angélico.

Argumentar lo contrario no es nada más que una treta de pandilleros que todavía sirva para engañar a algunos incautos.

Los partidarios de la intervención estatal o de la “presencia reguladora del Estado”, como ahora se le llama, terminan siempre haciendo escarnio de las leyes escritas y de los principios morales atribuyéndose una intención más noble y elevada que la propia justicia en la defensa de los derechos del pueblo.

El político que decide intervenir en la vida económica siempre es egoísta. Tanto cuando pretende alcanzar el poder como cuando intenta ser reelegido, transferirlo a su cónyuge o adoptar una ideología populista para enmascarar sus propios intereses.

En un sistema crecientemente intervencionista, los funcionarios involucrados advierten súbitamente que sus decisiones pueden ocasionar graves pérdidas a los empresarios o proporcionarles pingües beneficios.

Entonces, comienzan a considerar que ellos son como la encarnación de la divina providencia que puede discernir premios y castigos.

Inevitablemente, cuando conceden licencias especiales, cuando distribuyen subsidios, cuando otorgan exenciones que no tienen todos los ciudadanos y cuando adjudican licitaciones con sobreprecios, esos políticos esperan conseguir, casi de inmediato, particulares retribuciones en dinero o específicos apoyos electorales. Por eso, siempre el intervencionismo estatal engendra corrupción.

Este pernicioso fruto fue advertido por dos personalidades completamente distintas. En el orden espiritual, por el propio papa Joseph Ratzinger, en cuya primera encíclica pastoral (Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, 28) pueden leerse estas afirmaciones: “El Estado no puede darte amor. Tu familia sí, porque es una comunidad íntima de amor y de vida entre personas concretas, de tu misma carne y sangre. El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa… Siempre habrá sufrimientos que necesiten consuelo y ayuda y… siempre habrá soledad… El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido necesita: una entrañable atención personal”.

Por eso, para evitar el triste destino que nos depara la corrupción si no logramos extirparla como un tumor maligno, debemos reflexionar sobre las advertencias que formuló la otra personalidad mencionada, la excepcional filósofa rusa Ayn Rand en su libro “La naturaleza del gobierno”: “Cuando vean que para producir necesitan el permiso de quienes nada producen. Cuando vean que el dinero fluye hacia quienes trafican influencias y no a los que comercian honradamente. Cuando vean que los hombres se hacen más ricos a través de la estafa y no del trabajo. Cuando vean que las leyes los amparan a ellos, en lugar de protegerlos a ustedes. Cuando vean que la corrupción permite el éxito social y que la honestidad se convierte en un sacrificio sin sentido, entonces sabrán que su sociedad está condenada a muerte”. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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