La República Argentina está enferma de populismo y, sobre todo, de “movimientismo”, un mal político que afecta a la salud institucional. El movimiento, a diferencia del partido político, cobija a una amplia heterogeneidad de corrientes ideológicas en su seno, otorgándole a su líder la facultad de correrse –de acuerdo a los vaivenes electorales– hacia un lado u otro del universo. De ese modo, el movimiento siempre permanece en el poder, transformándose en el eje de la vida política y restándole sentido a la alternancia de partidos en el ejercicio del gobierno.
La Unión Cívica Radical (UCR), que nació hacia fines del siglo XIX como un partido liberal clásico que proponía limitaciones al poder, la vigencia de la Constitución y del federalismo, la libertad en economía y educación, se convirtió bajo el férreo liderazgo de Hipólito Yrigoyen en un movimiento que pretendía representar a la Nación misma, una causa redentora frente al “régimen” conservador. Si bien los principales líderes de la UCR dieron sus primeros pasos en el denostado Partido Autonomista Nacional de Roca y Pellegrini, los yrigoyenistas y sus seguidores rápidamente borraron esa parte de su historia para erigirse en apóstoles de la regeneración moral de la Argentina. En esa UCR que gobernó desde 1916 hasta 1930 se aglutinaron los más variopintos personajes sin un programa político discernible que los reuniera. El movimiento radical, por consiguiente, sólo se preocupó por su perpetuación en el poder y consideró a sus opositores (conservadores, socialistas, demócratas progresistas) como enemigos de la Argentina.
Esa lógica autoritaria la utilizó también Juan Domingo Perón, el candidato oficial a la presidencia del gobierno dictatorial que surgió en el golpe de Estado de 1943, de neta inspiración fascista. El peronismo supo amalgamar, ya desde su nacimiento, a antiguos radicales, laboristas, sindicalistas, nacionalistas católicos y antiguos conservadores, siendo el líder el único capaz de manejar con mano dura el disenso dentro y fuera del movimiento. Una vez más, un líder carismático asestaba un golpe fortísimo contra la salud institucional de la República, lo que imposibilitó el desarrollo de un sistema de partidos políticos que se alternen pacíficamente en el gobierno por medio de elecciones libres y competitivas.
En las modernas democracias no existen estas anomalías como los movimientos políticos. En el Reino Unido, país clásico de la democracia parlamentaria, se vienen sucediendo dos partidos en las preferencias electorales: en el siglo XIX, conservadores y liberales (tories y whigs), y en el siglo XX, conservadores y laboristas. En los Estados Unidos, los republicanos y los demócratas. En Alemania, desde 1948, una democracia cristiana más bien conservadora y una socialdemocracia de centroizquierda acuden a los minoritarios liberales o verdes para tener mayoría en el parlamento. Más próximos a nosotros, los españoles tienen un Partido Socialista Obrero Español de centroizquierda y un Partido Popular de centroderecha. Este esquema se repite, con variantes en sus nombres partidarios, en todas las naciones del Occidente democrático. Sin embargo, la Argentina se empeña en su particularismo, teniendo un movimiento justicialista en el poder y un movimiento radical en la oposición, cada uno con su arco iris ideológico. Y, por si esto fuera poco, las restantes corrientes opositoras también intentan barnizarse de movimientismo, para ganarse las simpatías del electorado peronista o radical.
La ley Sáenz Peña tuvo como propósito fundamental el abrir las puertas del Congreso a las fuerzas opositoras, para que emergiera un sistema de partidos que se alternaran pacíficamente en los comicios. Este objetivo falló, porque los radicales construyeron un movimiento y porque los conservadores no lograron formar un partido de alcance nacional y homogéneo.
La posibilidad de superar esta enfermedad movimientista se halla en que se articulen dos grandes partidos que –con programas de gobierno claros y con un grupo de líderes que puedan ponerlos en práctica–, representen a la centroderecha liberal, por un lado, y una centroizquierda socialdemócrata por el otro. Suena un poco aburrido, pero la experiencia de las naciones exitosas nos muestra que no debe ser tan malo sentir el tedio de tener instituciones republicanas que realmente funcionen. © www.economiaparatodos.com.ar
Ricardo López Göttig es historiador e investigador senior en ESEADE. |