El populismo contra la libertad
Hay en los gobiernos latinoamericanos que se enrolan en el llamado socialismo del siglo 21 –entre ellos, el de Cristina Fernández–, un retorno al populismo que hubiera sorprendido a los sociólogos Gino Germani y Torcuato Di Tella, para quienes el populismo constituía un fenómeno político anclado históricamente en una determinada época: la del paso de la sociedad preindustrial a la industrial
Populismo o neopopulismo, según se prefiera, configuran categorías políticas en boga, insertas en el discurso económico, sobreutilizadas en el discurso periodístico, y causantes de controversias en el mundo académico. De esta multivocidad se desprende, precisamente, la dificultad de su determinación conceptual.
Ernesto Laclau, un filósofo posmarxista encantado con el populismo, conocido por su cercanía al gobierno kirchnerista, ha caracterizado al populismo de una forma novedosa. “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”, enseña en su libro La razón populista.
Si esto es así, entonces el populismo subsume una específica manera de otorgar identidad a un grupo político, y esto es lo que interesa a Laclau, quien postula que el populismo comienza a gestarse cuando grupos con demandas diferentes e insatisfechas empiezan a articularse de modo tal que configuran entre sí una dimensión equivalente que les otorga una subjetividad social más amplia.
Lo característico de esta construcción de lo social, según Laclau, es que “implica el trazado de una frontera antagónica”.
Arribamos aquí a un punto clave: la lógica populista es una lógica dicotomizante. La constitución del sujeto “pueblo” como depositario de todas las virtudes cívicas sólo es posible a partir de la constitución del “antipueblo”. Norberto Bobbio ya había advertido que el populismo “se hace maniqueo, buscando la expulsión radical del sistema político y social de todo lo que no es pueblo, como un germen parásito y corruptor”.
Así las cosas, el populismo deviene en una negación de la pluralidad propia de las sociedades abiertas, que es condición, además, para una democracia que se precie de tal.
El propio Laclau admite que el “pueblo” del populismo “es algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser concebido como la única totalidad legítima”. Da la impresión que la nueva izquierda ha sustituido su impronta clasista por un nuevo ropaje populista. Ya no se interpela a una clase social como antes, sino al “pueblo” entendido en términos arbitrarios. ¿Acaso el kirchnerismo, con su eslogan “nacional y popular”, no determina discursivamente qué es pueblo y qué no?
En la concepción del pueblo como una entidad homogénea, el populismo se asienta sobre la base de premisas organicistas que subordinan al individuo a aquélla entidad mítica superior. El pueblo sería, como en las concepciones románticas e irracionalistas –que en su momento alimentaron al fascismo y al nacionalsocialismo, y que hoy alimentan a buena parte de las izquierdas posmodernas– comparable a un organismo corporal y psíquico concreto del cual los individuos serían sus partes.
Va de suyo que, como el pueblo no es un todo continuo y sin rupturas, y como por lo tanto no piensa ni siente ni actúa, la reificación de éste significa la subordinación del individuo concreto a otros individuos que se apoderaron discursivamente de la representación de “lo popular”.
En efecto, por el carril paralelo del culto al pueblo corre el carril del culto al líder. Es paradójico en este sentido que, negando la centralidad de los individuos, el populismo acabe identificando al pueblo con una única individualidad.
Investido de una presunta “misión trascendental” (desde cumplir los mandatos del fantasma de Bolívar en el caso del chavismo, hasta redimir a la juventud de la década de 1970 y hacer realidad sus sueños en el caso del kirchnerismo), el líder populista se adjudica una libertad de acción en su cargo que colisiona con la necesidad de limitar el poder coercitivo del Estado para resguardar las libertades de los ciudadanos. De ahí que el populismo termine socavando el sistema republicano. De ahí también que, en orden a concretar esa “misión trascendental”, sea característico del populismo evitar las sanas alternancias en el poder modificando constituciones para habilitar reelecciones.
Si el líder populista encarna al pueblo y, por lo tanto, el Estado virtualmente le pertenece, la amenaza que el populismo supone para la libertad individual se va clarificando más aún. La voz del líder se transforma en la voz del pueblo, y cualquier voz que contraríe al líder será, claro está, propia del “antipueblo”. ¿O acaso el Grupo Clarín no pasó a integrar el “antipueblo” después de 2008, es decir, cuando sus amistosas relaciones con los Kirchner vieron su fin? ¿Acaso las decenas de miles de venezolanos que han hecho escuchar su voz contra el dictador Nicolás Maduro no han sido etiquetados por sus represores como “antipueblo”?
Por otra parte, si el Estado se va transformando en una virtual pertenencia del líder, aflora el clientelismo como asistencia social que emana de la exclusiva bondad del caudillo populista: es este el que gentilmente ofrece sus bienes –que por supuesto no son suyos– a los necesitados, a cambio de apoyo político. El “Fútbol para Todos” y la generosa “devolución” de Cristina de los “goles desaparecidos” es tan solo un ejemplo entre tantos otros.
Asimismo, dado que nadie debe responder a lo que le pertenece, el líder populista suele evadir esos “innecesarios” controles institucionales que introducen ruido en la presunta comunicación directa que éste puede establecer con el pueblo.
El populismo, en suma, como lógica política es la más grave amenaza a la libertad que hoy padecen muchos países latinoamericanos, entre ellos, el nuestro. ¿No habrá llegado la hora de ponerle fin?
Fuente: www.laprensapopular.com.ar