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jueves 16 de marzo de 2006

El sentido de la educación (I)

La escuela no debería resignarse a no participar en la tarea de ayudar a los jóvenes a adquirir un “sentido de la vida” que supere la inmediatez.

Muchas veces me he planteado cómo conseguir, desde el ámbito de la educación, que los alumnos, fundamentalmente en su adolescencia, adquieran un “sentido de la vida” que supere la inmediatez: es habitual y lamentable contemplar cómo, precisamente en la edad de los grandes ideales, en esos momentos donde parecía que la escala de valores era algo donde no se admitían grises, los jóvenes cada vez son más individualistas y buscan satisfacer sus propias necesidades inmediatas, sin preocuparse en lo más mínimo por las consecuencias de sus actos. Para muchos de ellos, creo que cada vez para más, el sentido último se reduce a “tener” más o, en algunos casos, a “hacer” más, pero rara vez a “ser” más.

No soy un iluso que piensa que esta problemática puede ser resuelta solamente por la escuela, pero tampoco integro el grupo de los pesimistas que opina que mientras no se produzcan cambios sociales o familiares la escuela no puede hacer absolutamente nada. Creo que si actuamos solamente desde la escuela, nuestros resultados serán pobres, pero mejores que si adoptamos la actitud de bajar los brazos y suponer que nada puede hacerse. A veces me he planteado qué recursos utilizaría si todo estuviera en contra, y pienso utilizar esos recursos.

Para saber hacia dónde vamos, lo primero que tenemos que tener claro es dónde estamos. Y es precisamente éste uno de los problemas mayores que uno se encuentra en el ámbito escolar. Los niños rara vez son conscientes de sus virtudes y limitaciones, generalmente llevados a este punto por un tipo singular de sobreprotección que consiste en darles mayores libertades de las que están capacitados para asumir, pero negarles la posibilidad de que se hagan responsables por sus actos. Esta nueva manera de sobreproteger, que se manifiesta, por ejemplo, en acudir a las instituciones educativas para intentar que los hijos dejen de cumplir con alguna norma (si se quedan libres por tardanzas o inasistencias), o sacarlos de las comisarías cuando han entrado alcoholizados, o hacerse cargo de los costos de reparación de los boliches para los que les firmaron la “responsabilidad civil” para alquilarlos para fiestas de egresados. Este tipo de sobreprotección es contrario a la que nos acostumbramos en generaciones anteriores, que consistía en privarnos de libertades para evitar los errores. Si bien ninguna de las dos contribuye a una maduración adecuada de la personalidad, ya que lo ideal es que permitamos que los chicos asuman las libertades para las que están preparados, es decir, aquellas de las que pueden responsabilizarse de las consecuencias de sus actos, creo que la primera es mucho más perjudicial que la segunda. La segunda quizá genera adultos aniñados, pero la primera genera adultos impunes, que es peor. Este nuevo tipo de sobreprotección va siendo cada vez más difundido, no sólo en los ámbitos en los que se aplica, sino en las edades, cada vez más tempranas. Que alguien, por favor, me convenza de que un adolescente actual de 17 años está más maduro para obtener una licencia de conductor que uno de 18 años de los años 60. Ahora eso sí: si el niño choca, la responsabilidad es del padre.

Y al no permitirles hacerse cargo de sus responsabilidades, cuando se les exigen, tienden automáticamente a descargarlas en otros y a no sentirse en absoluto responsables de sus propias vidas. Y, lamentablemente, en esto los adultos los apoyamos. Así, un alumno que tiene dificultades disciplinarias nunca es responsable: o los maestros no saben ponerle límites, o la psicóloga no dio con la terapia adecuada, o “el grupo” no lo ayuda; pero nadie se plantea qué puede que le falten horas de entrenamiento de la voluntad para poder hacer lo que las normas de convivencia requieren.

Decíamos, entonces, que nos enfrentamos con dos problemas que contribuyen potenciándose a que los chicos tengan un concepto de la realidad, en general, y de su realidad, en particular, que no suele coincidir mucho con lo que los adultos entienden como realidad. El primer problema es la impunidad, que los lleva a hacer cosas públicamente que antes se hacían a escondidas, “total alguien se hará cargo”. El segundo es la inmediatez, que no mide consecuencias más allá de los siguientes 15 minutos. Este tipo de comportamientos es propiciado, también, a través de los medios de comunicación y, en muchos casos, de la misma sociedad.

Por lo expuesto, una de las cuestiones que más hay que trabajar en el ámbito de la escuela es el concepto de realidad: que los alumnos entiendan que su vida se desarrollará haciéndose cargo de las consecuencias, buenas o malas, de sus actos. Y en muchas oportunidades la escuela está sola en esto. A modo de ejemplo, el alumno no se lleva una materia porque no estudió, sino porque el profesor no le avisó a la mamá (a pesar de que la misma contaba a lo sumo trimestralmente con el boletín de calificaciones) para que ella pudiera poner medios para que su hijo estudiara (estoy contando un ejemplo real de un alumno de 17 años). (Perdón por irme por las ramas pero, el ejemplo más “patológico” que he conocido en este sentido me lo refirió un profesor de la carrera de Ingeniería que tuvo que atender a dos madres de alumnos de segundo año para darles explicaciones de por qué sus hijos de apenas 20 años habían sido reprobados en un parcial de Análisis Matemático, segundo curso.)

Este concepto de realidad, del “dónde estamos”, es prioritario para ver hacia dónde vamos. Es difícil, por no decir imposible, que alguien entienda que su vida tiene sentido si no le permiten vivirla, entendiendo por vivirla el ser responsable de las propias decisiones. (Perdón nuevamente por la digresión, pero también se dan los casos inversos, donde un niño o joven deportista comienza a ganar mucho dinero y la familia abandona todo para dedicarse a manejar el dinero que el adolescente ganó, es decir, no le permiten hacerse cargo de sus “ganancias”.) © www.economiaparatodos.com.ar



Federico Johansen es Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA).




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