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domingo 10 de julio de 2011

El voto no es para elegir dictadores

Desde 1983 venimos sometiendo al voto nuestros derechos a la vida, a la propiedad y la libertad. La democracia republicana es para elegir administradores, no para elegir dictadores.

Faltando cuatro meses para las elecciones son abundantes los artículos que se publican explicando que en octubre tenemos una elección crucial en términos del futuro la democracia. Se sabe que si el oficialismo llegara a ganar, los derechos individuales estarían seriamente comprometidos.
El kirchnerismo ha dado acabadas muestras de despreciar la democracia republicana, ya sea ignorando olímpicamente la división de poderes y los límites que debería regir para el poder gubernamental o bien buscando chicanas para violar el espíritu de la constitución.
Por ejemplo, en el 2009 el oficialismo adelantó las elecciones sabiendo que seguramente perdería la mayoría en el Congreso. Luego de perder aprovechó la mayoría que todavía tenía en el parlamento durante los meses entre la elección y la renovación de las cámaras para acomodar la legislación a sus necesidades una vez que perdiera el control de ellas. Es decir, habiendo tenido un veredicto en contra por parte de la población, lo ignoró y usó una mayoría que legalmente todavía retenía para su propio beneficio pero que legítimamente la población ya le había retirado. Este es un solo ejemplo que podemos dar sobre las trampas que usó el kirchnerismo.
Pero el hecho de que hoy estemos debatiendo el serio riesgo institucional que se corre en octubre muestra un problema mucho más profundo. Me refiero al rotundo fracaso que ha sido esta pseudo democracia instaurada en 1983.
Habiendo terminado el golpe militar de 1976, se argumentaba que la población iba a ir aprendiendo en cada votación. Que nuestro problema fueron los golpes militares que habían interrumpido los procesos democráticos. Si esos golpes no se hubiesen producido el electorado habría mejorado la calidad de la democracia en cada votación. La realidad es que ya llevamos 28 años sin interrupciones militares y estamos pendientes del futuro de la república, no por un imposible golpe de Estado que podrían dar las Fuerzas Armadas, sino por lo que puede llegar a hacer un gobierno surgido del voto popular. Puesto en otras palabras, la amenaza a la democracia republicana no viene de una conspiración castrense, inimaginable en la Argentina actual, sino del abuso en el monopolio de la fuerza que pueda llegar a hacer el kirchnerismo en el caso de retener el poder.
Desde 1983 hasta aquí Argentina ha perdido calidad institucional, entendiendo por tal, la división de poderes pero sobre todo el estado de derecho, y además entró en una larga decadencia económica con un nivel de pobreza que era impensable 40 o 50 años atrás. Digamos que desde 1983 solo se recuperó el voto, por cierto con un sistema bastante trucho, pero no se recuperó la república ni la economía. Obviamente que la calidad institucional del alfonsinismo fue superior a la del kirchnerismo, pero, insisto, en 28 años no logramos mejorar la república ni la economía.
Me parece que el problema de fondo sigue estando en la idea que solo por el hecho de votar ya solucionamos todos los problemas, cuando en rigor el voto solo implica elegir a determinadas personas para que, dentro de los límites que establece el estado de derecho, administre la cosa pública. Sin embargo, ni la gente ni la mayoría de los dirigentes políticos han entendido el sentido el voto. Pareciera ser que se considera que el que tiene la mayor cantidad de votos puede usar el poder como si fuera un autócrata por el simple hecho de tener una mayoría circunstancial.
Hayek diferenciaba entre democracia y democracia ilimitada. La democracia ilimitada es, justamente, lo que tenemos en Argentina. Un gobierno que accede al poder por el voto y luego se comporta como un gobierno autoritario. Resulta realmente dramático que el debate actual esté centrado en advertirle a la gente un nuevo mandato kirchnerista podría barrer con los vestigios que queda de la república. Y es dramático porque estamos diciendo que desde dentro de la misma democracia se conspirará contra ella.
Es por esta razón que vale la pena insistir, una vez más, que el voto no otorga el derecho a usurpar el poder. Un gobierno con una mayoría circunstancial puede perder su legitimidad si usa el monopolio de la fuerza para violar los derechos de los ciudadanos. El problema que se presenta en este caso es que, una vez que el autoritario tiene el monopolio de la fuerza, difícilmente pueda ser desalojado del poder porque usará todos los resortes del Estado para neutralizar las voces opositoras.
Dicho de otra manera, el actual riesgo de total destrucción de la república es consecuencia de un largo proceso desde 1983 en que se entendió que el voto otorgaba poderes absolutos a quienes llegaban al poder, una suerte de sistema por el cual la gente puede terminar eligiendo a sus propios déspotas en vez de entenderlo como un sistema para elegir a determinado ciudadano para que administre el país dentro de los límites que establece un sistema republicano.
La incapacidad de los gobiernos para generar políticas de largo plazo fue la constante en todos estos años y sería hipócrita decir que la gente fue eligiendo bien. Por el contrario, la población fue ganando cada vez más simpatía por promesas demagógicas que profundizaron la pobreza, indigencia e incultura a raíz de populismo imperante. Esta profundización agrava las condiciones de la calidad institucional porque la población privilegia los beneficios artificiales económicos de corto plazo por sobre una visión de largo plazo de crecimiento sólido bajo un gobierno limitado.
Esta democracia desvirtuada en su concepción tiene un doble efecto: a) genera cada vez más autoritarismo votado y b) decadencia económica. Cabe aclarar que no es la democracia sino la democracia desvirtuada la que ha generado este destrozo creciente en el país. Obviamente una democracia desvirtuada genera desencanto en la población y, sobre todo, indiferencia.
Hemos entrado, de esta manera, en un círculo vicioso en que la mayor pobreza genera más pobreza que es aprovechada por políticos inescrupulosos para incentivar más populismo y mayor decadencia.
No es fácil cambiar este círculo vicioso, solo una nueva y profunda crisis económica y social parece ser la condición necesaria para ver si, ante la cruda realidad, la gente opta por una dirigencia política con sentido de estadistas en reemplazo de buena parte de la actual que ven la política como un negocio personal.
Lo concreto es que desde 1983 ni los dirigentes políticos ni la población lograron construir una democracia republicana en 28 años, cuando otros países sí consiguieron hacerlo. España, Chile o Brasil tuvieron gobiernos militares durante más años que el proceso y, sin embargo, su dirigencia política logró construir países con mejoras económicas e institucionales.
Es por esto que siempre insisto que lo primero que debe establecerse son las reglas de juego que van a imperar en un país y luego el sistema para establecer la forma de elegir quienes gobernarán dentro de esas reglas juego preestablecidas. Poner como valor máximo el voto y en segundo lugar la existencia de un gobierno limitado es el camino más rápido para terminar en autocracias, corrupción y pobreza.
El voto no es para elegir autocracias, es para elegir administradores. El populismo en todas su variantes y los enemigos de la libertad pretenden que sometamos nuestro derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad al voto de la gente. Así cuantos mayor pobreza e incultura haya en el pueblo, más campo fértil para que las autocracias usen la democracia republicana para destruirla. Los autócratas traicionan la democracia republicana previo uso de ella.
Esa es la gran falla que tenemos desde 1983. En cada elección no optamos por administradores, sino que ponemos en juego la existencia de nuestros derechos más elementales. Esos derechos, que quien es elegido para defenderlos con el monopolio de la fuerza que le delegamos tienen la obligación de hacerlos respetar, son sometidos a la voluntad popular en las urnas. Un verdadero disparate conceptual al cual no hemos acostumbrado.
Así nos va.