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jueves 29 de noviembre de 2007

En desunión y servidumbre

Desde los tempranos tiempos de su independencia y conformación como país, la Argentina ha estado presa de la división y el resentimiento. Lejos de evolucionar, los enfrentamientos siguen siendo lo que nos define como sociedad.

A poco de comenzar a sesionar, la Asamblea del año XIII detectó el principal problema que aquejaba a la entonces incipiente nación argentina: la enorme fractura que dividía cruelmente a los ciudadanos de un pueblo que se debatía en la medianía entre la colonia y la independencia. Las facciones de odio y resentimiento de unos contra otros se dibujaban en el horizonte de ese proyecto como el principal obstáculo hacia un futuro de progreso y bienestar. Por entonces, eran los intereses representados por el interior y Buenos Aires los que estaban en pugna. Años antes, ni bien nacida la Revolución de Mayo, había sido la ilustración afrancesada de los morenistas, por un lado, contra el tradicionalismo conservador de los saavedristas, por el otro. El año 1813 se ubicaba en los prolegómenos de la fraticida lucha que venía: la de los unitarios y los federales.

Aquella convención elaboró algunas ideas para tratar de evitar lo que iba a suceder inexorablemente si no se hacía nada. Su principal leitmotiv giró en torno de la unión. Como un sucedáneo simbólico, en la primera moneda patria que se mandó a acuñar se ordenó incluir las palabras “En Unión y Libertad”, que hoy figuran replicadas en el centro dorado de la moneda de un peso y que de allí pasaron, desde la Convertibilidad, a todos los billetes.

El esfuerzo no fue suficiente. Pocos años después, la sociedad veía cómo la Argentina se desangraba en medio de la anarquía y de la matanza mutua de facciones enfrentadas por un odio cruzado que duró treinta años y que demoró la definitiva formación del país, al tiempo que suspendió, obviamente, todo proyecto para un horizonte compartido y para un futuro mejor.

Luego de la tregua de mediados de los ’50 (del siglo XIX), en la que el país se da su Constitución y se produce la incorporación de Buenos Aires a la Confederación, la Argentina parece, por fin, conformar aquel ideal de una sociedad con diversidad de ideas, pero civilizada y racional, donde se podía venir a trabajar y a progresar con la sola condición de cumplir la ley. Sin embargo, seguramente por debajo de aquel manto de tranquilidad, seguía hirviendo aquel caldo de división, aquella vocación por la ruptura, aquel incomprensible gusto por el odio y la inconvivencia.

Los nuevos y sucesivos nombres de los bandos no tardaron en aparecer. Sobre el mismísimo filo de la depresión del ’30, fueron los radicales y los conservadores quienes se adjudicaron mutuamente la propiedad total de la argentinidad. Luego llegó la forzada, fabricada y espeluznante división producida por el peronismo entre propios y “contreras”, en donde “para un peronista no había nada mejor que otro peronista”. Cuesta creer cómo, gratuitamente y a cambio del poder y de la adoración pagana a un líder, se puede fomentar la maligna división de un pueblo que, por otro lado, cree que es lícito entregar la vida por alguien que no valora la sangre de los demás sino como una mercancía de intercambio.

A ese cisma ingobernable y definitivo le siguieron otros que no han sido otra cosa que sus maquillajes actualizados. La “patria peronista” y la “patria socialista”, “setentistas” y “noventistas”, en fin, una seguidilla de motes, tan ridículos como irreales, muchos de los cuales no han servido para otra cosa más que para que un grupo de “vivos” se montara sobre ellos para volverse millonarios, a costa de la conmovedora inocencia de un conjunto de estúpidos que, incluso, han llegado a morir para que otros se llenen los bolsillos de dinero, la boca de odio y las manos de poder.

Bien lejos queda, casi doscientos años después, la premonitoria preocupación de los delegados a la Asamblea del año XIII, con su sorda plegaria por la “unión y la libertad”. A casi dos siglos de aquellas sugestivas advertencias, el país sigue preso del karma de la división y del resentimiento que el Gobierno fomenta constantemente encarcelando adversarios, dando de baja a militares en actividad, colocando a personas que representan la mismísima encarnación de ese odio al frente de organismos sensibles y manteniendo abiertas las heridas del pasado.

La baja del general Osvaldo Montero, la continuidad de Nilda Garré en el Ministerio de Defensa en el nuevo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la prisión de Luis Patti y el regreso de la ex ministra de economía Felisa Miceli (que sigue sin explicar cómo apareció una bolsa con más de $ 200.000 en el lavabo de su baño privado) para convertirse en la “secretaria de finanzas” de la Asociación Madres de Plaza de Mayo (el mayor enclave de odio vigente en el país de hoy) y administrar los fondos que la sociedad, a través del Gobierno, les regala para que sigan financiando su campaña de adoctrinamiento en el rencor y en la escuela de la muerte, son, todas ellas, señales de que la Argentina ha decidió condenarse a vivir en desunión y servidumbre, contrariamente a lo que fueron los anhelos de sus mayores y a lo que pomposamente aseguran sus billetes hoy.

En la desunión que supone la acusación de antiargentino que está a flor de piel de quien ose contradecir el pensamiento único de la ola dominante. En la servidumbre que engendra el depender de un poder omnímodo que decide la suerte de cada uno en las manos de unos pocos. En la pobreza que implica la incapacidad de atraer inversiones útiles para salir del subdesarrollo. En este marco de incertidumbre en donde la llegada al poder de una facción implica el derribamiento de todo lo que hizo la facción contraria.

¿Cabe suponer que alguna vez saldremos de esta notoria vocación por inventar bandos en pugna que, además de fagocitarse mutuamente, condenan al país a la miseria? © www.economiaparatodos.com.ar

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