Recientemente se conoció la cantidad de teléfonos celulares vendidos en ocasión del día de la madre. La cifra superó los 400.000. Con ello, la cantidad total de teléfonos móviles en el país asciende a más de 22.000.000.
En algunos círculos de la infaltable pacatería nacional aparecieron en seguida los comentarios que demuestran que seguimos sin entender ni siquiera los palotes iniciales del desarrollo. Se escuchó: “Este país es increíble. ¡Cuatrocientos mil teléfonos celulares para un solo día! ¡¡¡Después se quejan porque no tienen para comer…!!!”
El comentario es demagógico y superficial, pero sobre todo es una burrada. Suponer que el país no tiene arreglo porque la gente compra 400 mil celulares para el día de la madre es dar una idea palmaria de que entendemos todo al revés, cuando se trata de saber cuáles son los ingredientes del progreso. El país, efectivamente, puede no tener arreglo. Pero no por ese motivo, sino, precisamente, por los contrarios.
El desarrollo es un umbral de nivel de vida que acontece cuando la gente consume bienes y servicios prescindibles, que, en rigor de verdad, no necesitaría en absoluto para subsistir. Si todo el planeta consumiera sólo lo imprescindible, sólo lo absolutamente útil, el mundo sería pobre. La pobreza es la economía de lo imprescindible; la abundancia es la economía de lo superfluo. En otras palabras, el desarrollo es frívolo. De allí la gracia (por presumir su supina ignorancia) que causan los que pregonan en contra de la frivolidad y a favor de que la pobreza se acabe. La pobreza no se acabará sin frivolidad, sin consumo de superficialidades y sin producción de bienes superfluos, de los cuales la gente podría perfectamente prescindir.
El caraculismo propio de una porción de la sociedad que es rica por obra y gracia de las herencias pero que no tiene la menor idea de cómo se genera la riqueza verdadera, y de otra que desde una izquierda antigua, inútil y vencida tilda de no serio todo lo que amague tener un poco de alegría y color, se alían –como de costumbre- para enviar una señal propia del subdesarrollo.
¿Se puede dar un ejemplo de inutilidad más sublime que los tapizados de cuero de los autos, de sus tableros con revestimiento de madera, del empapelado para las paredes de las casas, de la mismísima pintura, de los herrajes de diseño o de las vinchas para el pelo?
Los autos cumplirían su función de desplazar objetos o personas desde el punto “A” al punto “B” de todos modos, aun sin tapizados de cuero ni tableros revestidos de madera. Las personas sobrevivirían de todos modos si las paredes de sus casas no estuvieran empapeladas. Muchas, incluso, podrían hacerlo sin siquiera pintarlas. Los cajones de los muebles abrirían de cualquier forma con un simple tirador de alambre. Y el pelo podría acomodarse con un piolín.
Pero los países que sólo consumen chasis con ruedas que llevan a las personas de un lugar a otro, que no empapelan las paredes de sus casas o que ni siquiera las pintan, que tiran de los cajones de sus muebles con alambres y cuyas personas se atan el pelo con piolines, son pobres. Podrán ser muy caraculicamente “serios” porque no producen ni consumen “pavadas” –como las derechas hereditarias y las izquierdas huecas califican a los íconos del desarrollo- pero son pobres. Tristemente pobres.
Los problemas del país no pasan por vender 400 mil teléfonos móviles para el día de la madre. Ojalá ese fuera nuestro “problema”. Si el país aplicara el mismo criterio que aplica para comprar los teléfonos, para producirlos, para trabajar, para dejar de hablar estupideces, para transitar los caminos ya inventados del desarrollo, muy otro sería el cantar de la Argentina.
¿Cuándo empezaremos a entender las cosas?, ¿cuándo se nos abrirá la cabeza para dejar de repetir sandeces? Emitimos una señal parecida a las que emiten los países que van al frente y en seguida aparece el contrapeso triste, envidioso y gris que pone en duda lo que vale verdaderamente la pena hacer para ser grande, afluente, sin necesidad de pasar por la escasez de la miseria.
Los países que enarbolan banderas de “seriedad”, declaran la guerra a la frivolidad y persiguen la producción y consumo sólo de lo que hace falta, porque consideran al lujo un sacrilegio, terminan sin siquiera producir lo imprescindible, debatidos entre el hambre y la enfermedad. Los que con la alegría consumista de quienes creen que mañana será mejor que hoy, compran y venden lo que en el fondo no precisan, terminan por transformar lo que para otros son “lujos” en normalidades cotidianas y a las que se da por descontadas.
Parece increíble, pero nuestra pertinaz vocación de rebeldía sin causa, de romanticismo hueco y de afiliación vitalicia a la pobreza nos hace entender al revés aun aquellos que deberían ser buenos síntomas. Por eso el desarrollo no puede explicarse por estándares económicos.
Su secreto está en la mente. Y si en ella se afincaron las creencias de la pobreza, ninguna cifra será suficiente para removerla. © www.economiaparatodos.com.ar |