La reciente destitución de Antonio Boggiano como juez de la Corte Suprema de Justicia otorga una nueva y sugestiva posibilidad al presidente de llenar una vacante en el máximo tribunal, custodio último de nuestras garantías y derechos individuales.
Está claro que Kirchner quisiera convertir la otrora “mayoría automática” en “unanimidad automática” si por su voluntad fuera. Se ha reído de su propio y ampuloso decreto 222 para innovar en la forma de elegir los jueces. Allí, a poco de asumir, y anticipando lo que eran sus intenciones respecto de la Corte, propuso a la sociedad controvertir a sus elegidos a través de un sistema de impugnaciones públicas. Esas prevenciones contra los propuestos Zaffaroni y Arguibay se contaron por miles. Pero la decisión ya estaba tomada de antemano y el decreto 222 fue tan sólo el decorado de una puesta en escena pueril y absurda. Zaffaroni y Arguibay fueron jueces como el mandamás lo había dispuesto ya, seguramente incluso antes de firmar su grandilocuente decreto.
El presidente ha dibujado un perfil de la Corte que abunda en el desequilibrio que él mismo representa: para populista ya lo tenemos a él, la Corte debería balancear ese grotesco.
La Argentina tiene una reputación de aplazo en el concierto civilizado de las naciones. ¿Qué entendemos por ellas? Muy simple: países que establecen reglas que luego respetan cualesquiera que sean las circunstancias.
Uno de los argumentos para destituir a Boggiano ha sido -palabras más, palabras menos- que no cuidó las finanzas públicas al fallar a favor de particulares en los casos derivados del corralón bancario dispuesto por Duhalde y Remes Lenicov. ¿Desde cuando un juez de la Corte debe cuidar las finanzas públicas? Las finanzas públicas las deben cuidar los funcionarios de la administración. Los jueces deben cuidar los derechos de los particulares frente a ese poder. En última instancia, se puede decir que Boggiano fue destituido por hacer lo que juró hacer.
Frente a la imagen antedicha, fallos como el del Senado no hacen otra cosa que hundir aún más al país en un barro de desconfianza, descrédito y desdén. En el exterior la frase “institucionalidad argentina” causaría más de una sonrisa, apenas disimulada por la cuota de piadosa diplomacia que quiera poner el que la escuche.
En esas condiciones, las inversiones necesarias para salir de la pobreza y la indigencia no llegarán. A veces se dice “hasta Irak recibe inversiones”. Es que muchas veces las balas son más claras que la ambivalencia, la pusilanimidad y los caprichos personales.
¿Cómo hacer para cambiar esta fama? El presidente Kirchner tiene una posibilidad. Pero para aprovecharla deberá completar lo que para él sea, probablemente, un sacrilegio personal: hacer algo en contra de sus propios berretines. No hay dudas de que el presidente siente una profunda aversión por el liberalismo. Su escasa cultura de filosofía política lo lleva a hacer comentarios respecto de esa corriente de pensamiento que no hacen otra cosa que revelar su ignorancia manifiesta respecto de lo que es y de lo que significa. Sólo basta decir que, para él, el liberalismo en la Argentina está representado por Menem. A partir de allí, cualquier cosa que haga o diga movido por su ignorancia y su encaprichamiento, lo depositará a él y al país -que tiene que soportar las consecuencias de sus decisiones- en un océano de errores.
Pero si por un momento de lucidez pudiera salir de su odiosa ceguera debería llenar las vacantes de la Corte con un sentido de equilibrio. La máscara de la “independencia” ya no sirve para ocultar las puestas en escena. Ya son pocos los que se tragan el cuento de nombrar “juristas de prestigio”. Porque con ese cuento la Corte se ha desequilibrado completamente. Kirchner, en ese sentido, ha superado el disparate menemista de aumentar el número de miembros del Tribunal. Menem -aun cuando manifiestamente inventó esa necesidad para nombrar una mayoría afín- tuvo la “delicadeza” de dejar a los jueces que Alfonsín había nombrado. Es más, si el juez Baqué no hubiera renunciado en disidencia con la decisión del Ejecutivo, Menem sólo habría podido colocar a cuatro jueces y nadie puede hoy saber lo que hubiera resultado de esa Corte.
Pero Kirchner –de nuevo, con el cuento de la “independencia”- arrasó con todo. Pues bien, hoy la Corte no necesita ser independiente. O mejor dicho, para ser verdaderamente independiente, debe ser equilibrada. Y para restaurar su equilibrio, el presidente debería llenar las vacantes de Boggiano y de Belluscio -probablemente de Fayt también en un futuro cercano- con jueces que estén claramente identificados con los valores, ideas y principios de la Constitución original de 1853/60. Sólo esta brutal inyección de balance puede transformar al Tribunal Supremo en una institución creíble y transmisora de la idea de que en la Argentina no gobierna un patrón de estancia con el ropaje de un presidente sino un jefe de Estado respetuoso de todas las ideas, empezando por las que dieron origen, formaron e hicieron, alguna vez, grande a la Argentina. © www.economiaparatodos.com.ar |