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viernes 22 de junio de 2012

Estamos como estamos porque pensamos lo que pensamos

Mucha gente intenta encontrar una explicación razonable a todo lo que pasa en materia política. No terminan de comprender porque existe tanta corrupción, porque la política se ha convertido en una perversa actividad y no logramos que nos gobierne el bien, el sentido común y la sensatez.La gente repite hasta el cansancio, que le gustaría que las cosas sean de otro modo, que los dirigentes sean honestos y que la política se convierta en una verdadera herramienta para el cambio.

La sociedad en ese recorrido intelectual pretende lograr esclarecer lo que sucede y teoriza sobre diferentes posibilidades.

Algunas veces prefiere elegir responsables fuera de sí y en ese juego despotrica contra los políticos, los describe como una casta de seres mediocres, repletos de defectos que muestran lo peor de una comunidad.

Otras veces interpreta que lo que pasa tiene que ver con cuestiones conspirativas, asumiendo que un grupo que representa a intereses económicos, sectoriales, políticos, cuando no delictuales, confabula para obtener un beneficio propio a cambio de perjudicar a todos.

Pero en realidad la explicación está mucho más cerca, está en el espejo, y lo podemos encontrar cuando nos miramos como comunidad y nos vemos reflejados como lo que somos realmente.

Las cosas que suceden tienen que ver con lo que pensamos. Estamos como estamos porque hacemos lo que hacemos. Porque actuamos como cómplices, contribuyendo de un modo activo con todo lo malo, o a veces de una forma indolente, claudicando en nuestros valores, para terminar siendo funcionales con lo incorrecto.

La verdad es que la sociedad ha decidido, como suma de individualidades, adherir a un sistema de ideas inadecuado, avalar los atropellos y todo eso se ajusta claramente con lo que sucede a diario.

Los individuos defienden una ideología que genera lo que hoy tenemos como presente y que no es compatible con la esencia humana. La gente pide mas estado, controles, intervención pública, y eso pone en manos de los gobiernos ( y los gobernantes ) mucha arbitrariedad, discrecionalidad y la consiguiente concentración del poder que se deriva de esas consignas.

Hemos sido nosotros con nuestras ideas quienes delegamos el poder desde los ciudadanos hacia la política generando ámbitos de exceso de atribuciones donde el Estado se alimenta de las libertades individuales que va destruyendo cotidianamente.

Lo hemos hecho por ignorancia, comodidad, resignación o convicciones, pero en todo caso seguimos sosteniendo esas banderas día a día cuando en manifestaciones públicas los ciudadanos le pedimos MAS al Estado, mayor intromisión a los gobiernos, y mano firme a la política, casi reclamando un liderazgo que emula al del los caudillos.

Aquella delegación de responsabilidades al Estado significa que la política dispone de la administración de “la caja” y por ello cuenta con múltiples recursos que son detraídos previamente de los individuos, quitándoles coercitivamente una importante porción del fruto de su trabajo, ese que obtiene con esfuerzo cada día.

La concentración de poder y el dinero para financiarlo, hacen del ejercicio de la política una actividad de alta peligrosidad para las comunidades. Pero no estamos allí de casualidad. Esto ha ocurrido en el marco de una sociedad que sigue delegando responsabilidades, que prefiere no asumir, que pretende reclamar a los gobiernos soluciones, cuando éste ya ha demostrado empíricamente su incapacidad y sus reiterados fracasos.

Sólo como muestra de ello, cabría decir que vivimos en una sociedad que exacerba lo patriótico, al punto de hacer una cultura del rechazo a los extranjeros, provocando una xenofobia visceral esa que sale desde la entrañas. La política lo toma, lo comprende y lo desarrolla proponiendo restricciones a lo que no sea propio, con medidas proteccionistas para que lo foráneo no acceda a lo local y estimulando un espíritu nacional que alimenta el odio y la discriminación por origen. Una comunidad que segrega, que diferencia y que termina logrando lo que en teoría no se ajusta a su declamada visión sobre la igualdad ante la ley entre los seres humanos.

Otro paradigma es ese por el que nuestras comunidades combaten el éxito, el crecimiento, rechazan todo lo que sea riqueza y en el lenguaje cotidiano termina justificando la ayuda al pequeño y su ataque al grande, al rico, al que ha conseguido triunfar en sus negocios. La acumulación está mal vista y se la asocia con la avaricia y una lista innumerable de supuestos pecados.

También se hace a diario una apología de la ayuda al que menos tiene y se mezclan entonces los conceptos de solidaridad, altruismo, sensibilidad y humanismo. De ese coctel se deriva que existe un mandato moral de que los que más tienen deben cederle a los que menos tienen. Es bajo ese formato que han crecido las ideologías que defienden aquello de aumentar la presión fiscal para saquear a los que generan riqueza para darles a los que no. La profundización de esa visión no es más que lo que hoy conocemos, con cierto eufemismo, como “políticas sociales” que terminan justificando que el estado le quite a algunos para otorgarle a otros, de modo coercitivo, violando la voluntad individual e imponiendo un mecanismo de aval social electoral que sostiene la actitud de esquilmar, lo que termina generando la división de la sociedad entre los que producen y los parásitos.

La lista que describe nuestras creencias es extensa, y lo anterior sirve solo como ejemplo de cómo nuestras convicciones afectan concretamente a la política y al mundo real. La corrupción, el afán de poder, la perversidad política y la discrecionalidad como regla de juego, son solo algunos de los más evidentes subproductos de nuestro sistema de ideas, esas que recitamos a diario como sociedad. Estamos como estamos porque pensamos lo que pensamos. No nos engañemos mas, no sigamos buscando explicaciones retorcidas e insólitas. Parafraseando aquella consigna de la política contemporánea, la próxima vez que se nos de por analizar lo que nos pasa, pensemos que “ son tus creencias, estúpido ”.

Autor: Alberto Medina Méndez