Fin de ciclo y poder residual
Si hubiese que definir, con arreglo a una sola palabra, qué pasa en la Argentina, escogeríamos, sin dudarlo, el término transición
En todos los órdenes, casi sin que haya excepción a la regla, lo que se hace notar es un ciclo concluido, finito, que —sin embargo— no termina de desaparecer, y otro ciclo, naciente, que todavía no ha aparecido en escena. No hay necesidad de aclarar que lo que tiende a desaparecer es el kirchnerismo. Lo que aun pugna por nacer no sabemos como será pero, eso sí, estará situado en las antípodas del modelo forjado por el santacruceño y su mujer durante los últimos once años.
Salvo en los finales catastróficos, semejantes a una de esas explosiones que luego del estallido no dejan nada en pie, las postrimerías de un régimen político hegemónico combinan —en dosis siempre desiguales— la fuerza inercial de quienes tienen fecha de vencimiento pero, al mismo tiempo, conservan el dominio del aparato estatal, con la fuerza de los jefes del futuro. En resumidas cuentas, se funden y confunden lo que no acaba de morir y lo que no acaba de nacer.
Sólo teniendo presente el fenómeno reseñado, a vuelo de pájaro, más arriba, es posible entender la índole y el significado de lo que está en condiciones de hacer el oficialismo y, a su vez, cuánto es capaz de obrar y con qué limitaciones, el arco opositor. Poco y nada queda de aquel kirchnerismo omnipotente que —al conjuro del Vamos por todo— pasaba por encima de sus enemigos como alambre caído. Ello, sin embargo, nada quita a lo que cabría denominar —a falta de mejor expresión— su poder residual. Cristina Fernández carece del espacio y de los medios para quedarse a vivir luego de octubre de 2015 en la Quinta de Olivos. No obstante, el solo hecho de que para completar su mandato en tiempo y en forma falten dieciocho meses, si bien representa —mirada la cuestión desde un ángulo determinado— una limitación seria, analizada desde el ángulo opuesto no deja de otorgarle la ventaja propia de quien detenta la autoridad legal.
No podría la presidente reformar la Constitución con el propósito de hacerse reelegir o imponerle al campo un impuesto confiscatorio o quedarse con Papel Prensa. Aunque conserva la potestad de remover a un fiscal molesto, de disciplinar a su tropa en las dos Cámaras del Congreso Nacional para que voten las leyes que le hacen falta a su administración y de adulterar las estadísticas a conveniencia de las necesidades del fisco. Conviene, pues, no confundir el fin del ciclo K —realidad indiscutible— con su falta de poder.
En tanto y en cuanto ese fin no resulte abrupto, interrumpiendo el mandato constitucional de Cristina Fernández, el manejo de las oficinas estatales seguirá en sus manos, como así también la decisión acerca de las políticas públicas.
De aquí a su abandono de Balcarce 50, el kirchnerismo sueña con dos cosas que se relacionan mutuamente. En realidad, una es la condición necesaria de la otra. El objetivo es retirarse de la manera más ordenada posible hacia cuarteles de invierno, tratando de conservar una fuerza considerable que le responda a la Señora durante los años en que estará en el llano. Para hacerlo posible el gobierno requiere aprovechar los meses que le quedan y fortalecer a sus aliados en dos ámbitos: en el Congreso y en la Justicia. La tarea no es fácil. Por un lado, no todos los que hoy le juran fidelidad a una presidente todavía poderosa lo harán de la misma manera a principios del año próximo y, ni qué decir, cuando se abra el proceso electoral. Por el otro y aun en el caso de que sus seguidores cerrasen filas y se juramentasen a apoyar a la viuda de Kirchner luego de diciembre de 2015, siempre habrá que tener en cuenta la volatilidad del peronismo y la peculiar relación tejida entre los jueces federales —los que verdaderamente cuentan en términos políticos— y el Poder Ejecutivo.
Supongamos, al menos por un momento, que el Frente para la Victoria lograse, de la mano de Daniel Scioli o de Florencio Randazzo, sumar en primera vuelta 25 % de los votos y ello le permitiese sentar en el Congreso a un número importante de diputados y senadores afines. ¿Quién podría asegurar que a comienzos de 2016 no se pasarían con armas y bagajes al campo del ganador, dejando atrás cualquier promesa de lealtad a Cristina Fernández? ¿Quién estaría dispuesto a firmar que los senadores kirchneristas —necesitadas como están las provincias, todas ellas, del Tesoro Nacional— mantendrían las observaciones ideológicas que los caracterizaron en
estos once años? Bastaría un úcase del nuevo dueño del sillón de Rivadavia para que en general —los senadores mucho antes que los diputados— pasaran a formar parte del flamante oficialismo. Otro tanto puede afirmarse de los jueces. Es cierto que el gobierno actual ha minado fueros enteros y colocado, a los largo y ancho del país, para satisfacer sus deseos de venganza —en algunos casos— y para preservar su impunidad —en otros— a cientos de fiscales y de jueces que de manera desembozada han obrado como militantes K antes que como funcionarios judiciales.
¿Pero acaso eso es nuevo en la vida política argentina? —No. Tampoco es novedosa la forma en que ciertos magistrados federales, aliados al gobierno de turno, súbitamente dejan de obedecer las órdenes de la Rosada y se atienen a los códigos a medida que se acercan los comicios presidenciales y se hace evidente el final de un ciclo.
¿Cuántos senadores, diputados y jueces federales hicieron honor a su menemismo —declarado o clandestino— al momento en que el riojano anunció que no se presentaría a la segunda vuelta en 2003? Se los pudo contar con los dedos de la mano y eso que habían sido legión en la década que Menem gobernó el país.
El kirchnerismo no es amigo de darse por vencido antes de pelear y, por lo tanto, se considera en condiciones de quebrar esta verdadera ley física de la política argentina. Supone que ha calado tan hondo en parte de la sociedad y tiene un núcleo duro ideológico tan fanatizado que conservará un polo de poder considerable para aguantar la travesía del desierto que dará comienzo el 12 de diciembre de 2015.
No importa tanto determinar, con alguna precisión, las probabilidades de éxito de la estrategia oficialista. En los papeles hace sentido. Ponerla en práctica es otra historia. Pero, triunfe o fracase, cuanto cuenta en este caso es la intención de ponerla en marcha. El kirchnerismo, aunque no lo confiese en público, se considera vencido en punto al resultado de la puja presidencial de octubre del año entrante. Sabe, como todo argentino, que su lugar no estará en el poder sino en la oposición y se prepara para esa batalla. Con lo cual, en consonancia con su naturaleza, de ahora en más no dudará en utilizar cualquier medio y de echar mano a cualquier argumento, para mantener y ejercer el poder que aun detenta. Podrá ser historia en dieciocho meses, a condición de reconocer que su capacidad de hacer daño se halla intacta. Hasta la próxima semana
Fuente: Massot/Monteverde & Asoc.