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martes 28 de agosto de 2012

Fraude: por qué la gran recesión

A buen seguro todos hemos oído esa canónica explicación de la crisis económica actual que traza su origen en la desregulación financiera de los mercados.Asombroso aserto, ése, que casa muy mal con la realidad de un sistema financiero que no sólo no está desregulado, sino que está intervenido hasta la médula para mayor gloria de los propios bancos (los regulados/privilegiados) y de los propios Estados (los reguladores/privilegiadores).

Ignora uno quién es el dominante y quién el dominado en este perverso maridaje, pero sí deberíamos ser conscientes de la identidad de la víctima: el libre mercado. Yerra quien busca equiparar los intereses de los bancos con el sistema capitalista y los del sector público con la socialdemocracia. Que el capitalismo necesite de capitalistas no significa que muchos de esos capitalistas no sean los principales interesados y beneficiarios en constreñirlo o en cargárselo a través del intervencionismo estatal. Pues capitalismo implica acatamiento de los cambiantes deseos de los consumidores y posibilidad de ser barrido del mercado por unos más eficientes competidores: dos presupuestos que aquellos rentistas que quieren vivir no de servir al consumidor, sino de sangrarlo, tratan rápidamente de socavar mediante regulaciones y prebendas emanadas del monopolio de la violencia (el Estado).

Cómo opera la banca

Tal es el caso de la banca, sector con una secular tendencia a explotar los diferenciales de la curva de rendimientos mediante la imprudente, peligrosa e insostenible estrategia financiera de endeudarse a corto plazo e invertir a largo. Gusta al sector financiero de operar con un fondo de maniobra estructuralmente negativo que, como es natural, debería conducirles a una rápida suspensión de pagos en un mercado libre: si las deudas de toda la banca vencen a muy corto plazo y sus activos maduran a muy largo plazo, habrá muy poco margen para refinanciarles persistentemente y en algún momento deberán echar el cierre.

Así funcionaban precisamente las cosas cuando los bancos emitían sus pasivos de manera competitiva bajo la promesa de convertirlos, a petición de sus tenedores, en oro. Y, precisamente, este riesgo de bancarrota y de ser desplazados por otras entidades más prudentemente gestionadas era lo que les refrenaba de continuar degradando su liquidez monetizando de manera desproporcionada activos a largo plazo (Adam Smith, por ejemplo, aconsejaba a los bancos que se limitaran a descontar activos autoliquidables como letras de cambio comerciales).

Semejante situación, empero, no complacía ni a ciertos banqueros ni a ciertos políticos: los primeros querían ganar mucho más prestando alocadamente a más demandantes de crédito; los segundos, deudores por excelencia, querían beneficiarse de tipos de interés más bajos para continuar sufragando sus enormes gastos. Optóse entonces por investir a ciertos grandes bancos del monopolio sobre la emisión de medios de pago a cambio de, primero, prestar a tipos blandos al Gobierno y, segundo, proporcionar auxilio financiero al resto de bancos del país (de modo que éstos también pudieran prestar pródigamente al Gobierno).

Nacían así los bancos centrales monopolísticos, prestamistas de última instancia de banqueros y políticos; privilegio compartido que permitía que ambos dieran rienda suelta a su desmelenada imprudencia. Pero ahí no terminaba la historia: mientras los pasivos de los bancos centrales siguieran siendo convertibles en oro, su prodigalidad crediticia en beneficio directo de Estado y banca no podría ser infinita. Motivo por el cual, con el pasar de las décadas, se adoptó la solución más sencilla: suspender la convertibilidad al oro de estos emisores de papel moneda. Así, nuestros bancos centrales obtuvieron el poder de expandir ilimitadamente el crédito siempre que éste fuera demandado: el único subproducto incómodo de este desparpajo crediticio era la inflación (el envilecimiento del dinero), plaga económica donde las haya que, sin embargo, siempre ha contado con muy destacados sicofantes capaces de justificarla en beneficio directo del pueblo.

Los ciclos económicos

De este modo, la banca central podía, obviando la inflación, prestar ilimitadamente a la banca comercial y ésta podía, a su vez, prestar ilimitadamente a cuantos le solicitaran crédito… incluyendo a nuestros manirrotos políticos. Se instituyó así una desgracia de economía con tipos de interés a largo plazo artificialmente deprimidos y desvinculados del volumen de ahorro real a largo plazo, que es la materia prima en la que sólo debería haber estado basado el crédito de inversión otorgado por la banca.
Con estas facilidades de endeudarse, el sector privado comenzó a pedir prestado más y más, tanto para anticipar consumo futuro (familias) cuanto para ampliar su capacidad productiva (empresas). Un chute de deuda barata que durante un tiempo servía para impulsar el aumento de actividades improductivas que, pese a ello, repercutían positivamente sobre el PIB, el empleo y la recaudación tributaria. Un espejismo burbujístico que a todos entusiasmaba y que a todos, con el tiempo, terminaba penalizando como castillo de naipes que se derrumba. Es lo que se conoce como ciclo económico de auge y depresión y es justo lo que ha acontecido en los últimos diez años, es decir, es lo que ha sucedido desde el momento en que Alan Greenspan comenzó a reducir los tipos de interés de la Reserva Federal a mínimos históricos y contribuyó a relanzar una expansión del crédito desproporcionada cuya borrachera inicial vivimos en forma de burbuja inmobiliaria y cuyo colapso actual padecemos a modo de credit cruch descapitalizador.

Puede que sea cómodo culpar a la libertad de todos estos problemas, pero desde luego no es justo. Si todos los mecanismos con que contaba el libre mercado para contener estos desaguisados –patrón oro, emisión competitiva de divisas y ausencia de rescates estatales en caso de suspensión de pagos– han sido esterilizados precisamente para que no constriñan la exuberancia crediticia, no culpemos al libre mercado capitalista, sino al extremo intervencionismo monetario que desde hace más de un siglo se ha cargado una institución privada tan esencial como es el dinero.

Todo esto, y mucho más, podrá encontrarlo en el excelente documental que la productora Amagi Films ha realizado en colaboración con el Instituto Juan de Mariana y que puede visionar gratuitamente en su ordenador personal: “Fraude: por qué la gran recesión”. Ya les adelanto que el porqué no guarda relación alguna con nuestras libertades.

Fuente: Juan Ramon Rallo