El caro, pero redituable, “deporte de desprestigiar” a las personas o empresas del sector privado, por los réditos que el mismo genera, se ha apoderado de demasiados personajes en el mundo de la política. Y el mismo, no sorpresivamente, ha contagiado también a aquellos medios de comunicación masiva que, por distintas razones, son instrumentos de los políticos, esto es, aliados o socios en el “deporte” en cuestión. Aquí y en otras partes.
Sus cultores son -con frecuencia- quienes están en el poder o quienes pretenden llegar a él. En algún caso, son quienes, como Elisa Carrió, alguna vez lo practicaron, pero terminan luego siendo sus propias víctimas, muy a su pesar. Y aprenden, a golpes, lo que duele (al honesto) el infundio y la tragedia de tener que lidiar con algunas de sus consecuencias.
La consecuencia de este destructivo juego es la demolición sistemática (ante la opinión pública) de la imagen de un sistema económico -el de la libertad- que sufre por maniobras que se urden (algunas veces, a propósito, a la manera de “barreras de humo” y algunas otras por desaprensión, o por búsqueda de notoriedad personal o simplemente para vender) y que, luego, acreditada que es su falta de veracidad, permiten que la mentira siga flotando en el imaginario popular porque nadie difunde la verdad con los mismos decibeles con que, en cambio, se distribuyen los infundios. Porque la verdad no vende y la mentira sí.
Un ejemplo de esto es lo que le sucediera recientemente a la conocida empresa norteamericana Halliburton Co., que durante largas semanas -con cruel reiteración, que hoy nos aparece como maliciosa- fuera objeto -en 2003- de distintas acusaciones de corrupción respecto de su actuación comercial como proveedora del Estado norteamericano en Irak. Esas acusaciones surcaron -a lo ancho y largo- el mundo entero, varias veces. Presumiblemente, porque alguna vez trabajó en ella el poco simpático vicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney.
Se la acusó arteramente de percibir sobreprecios, de cometer fraude, de urdir y consumar estafas, de toda suerte de tropelías, presuntamente cometidas en Irak por sus representantes.
Luego de una profunda auditoría -que acaba de ser llevada a cabo por el Ejército de los Estados Unidos- la verdad ha quedado desnuda, a la vista. Como debe ser.
Lo cierto es que, conforme a lo investigado, no hubo tropelía alguna.
El Ejército del país del norte le pagará ahora -en consecuencia- a Halliburton más de 1.500 millones de dólares en pagos que alguna vez fueron cuestionados y que habían sido “preventivamente” retenidos por el Estado.
Según el informe respectivo, pese a las acusaciones de toda índole que en su momento se acumularon contra la empresa, ésta ha cumplido -fiel y adecuadamente- con todas sus obligaciones, aun frente a la permanente situación de emergencia en Irak en la que tuvo que operar.
Pero esto es algo que nadie difunde. Porque el daño ya se hizo y nadie quiere aparecer como su causante. O como mendaz, o exagerado, o simplemente como descuidado al tiempo de investigar la verdad. Y, por sobre todas las cosas, porque, reitero, la verdad no siempre vende.
Mientras tanto, a Halliburton le pagarán además todos sus gastos -con la demora acumulada-, una utilidad del 2% sobre ellos, como debe ser. Más un premio por buen cumplimiento que fuera originalmente pactado, del 5%, que estaba cuestionado. Porque opera en un país que no proclama ser serio, sino que lo es.
La empresa pasó así -de pronto- de ser villana a aparecer como héroe. De la noche a la mañana. Pero nadie lo nota. Toda una muy diferente realidad, que ahora a casi nadie llama la atención. A nosotros, sí.
No por Halliburton, como empresa, que ha salido razonablemente bien de una situación complicada, sino por la triste realidad que el episodio que hemos relatado nos pone a la vista, a poco de contemplar -en su integridad- todo lo sucedido. © www.economiaparatodos.com.ar |