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jueves 22 de julio de 2004

“Industrialitis”, de Henry Hazlitt

Si Henry Hazlitt se levantara de la tumba y viniera nuevamente a la Argentina, podría volver a escribir este mismo artículo que publicó hace cuatro décadas, cambiando unas pocas palabras y dejando intacto el resto del texto por la tremenda actualidad que tiene. Después de leer este artículo, podrá darse cuenta de que, para nuestro país, 40 años no son nada. Es más, después de 40 años, el autor podría afirmar que no se equivocó en su diagnóstico.

En los círculos gubernamentales de casi todas las naciones “subdesarrolladas”, existe hoy en día la idea fija de que la salvación económica de un país se encuentra en su industrialización.

Entre los ejemplos sobresalientes figuran Egipto, con su celo por las presas, e India, con su manía de tener fundiciones de acero. Pero por donde quiera pueden encontrarse otros casos. En una visita reciente a Argentina encontré uno. La nación del Plata ha prohibido prácticamente la importación de automóviles extranjeros con el objeto de crear una industria doméstica que no solamente ensamble los coches, sino que fabrique sus diversas partes. Algunos de los principales productores americanos y europeos han establecido plantas en ese país. Pero se calcula que en la actualidad cuesta como dos veces y medio hacer un automóvil en la Argentina, de lo que costaría importarlo. Aparentemente, este hecho no quita el sueño a los funcionarios argentinos. Sostienen que una industria automotriz local “crea empleos”, así como que encauza a la Argentina en el camino de la industrialización.

¿Redunda esta situación en beneficio del pueblo argentino? Desde luego que no beneficia a los argentinos que quieren comprar un coche. Deberán pagar aproximadamente un 150 por ciento más que si se les permitiera importarlo sin cubrir impuestos de importación (o bien pagando un impuesto reducido, cuyo fin fuera exclusivamente proporcionar un ingreso fiscal). Argentina está dedicando a la manufactura de automóviles, capitales, mano de obra y otros recursos que de lo contrario se podrían emplear mucho más eficiente y económicamente en producir más carne, trigo o lana, pongamos por caso, con los cuales se comprarían los automóviles en vez de fabricarlos en casa.

Menor rendimiento

El efecto de toda industrialización forzada o subsidiada por el gobierno es reducir la eficiencia productiva del país, elevar los costos de los productos para los consumidores, y volver a ese país más pobre de lo que sería en caso contrario.

Pero los autores de la prohibición de importar autos pueden replicar, sin embargo, con una variante del viejo argumento sobre “la industria naciente” que tan importante papel desempeñó en la historia arancelaria primitiva de Estados Unidos. Es posible que arguyan que una vez que logren establecer una industria automotriz, desarrollarán en su país el conocimiento, las habilidades, eficiencias y economías que permitirán a dicha industria, no solamente sostenerse sin necesidad de ayuda, sino competir con las fábricas extranjeras de automóviles. Aun suponiendo que esta pretensión fuera válida, y lo cierto es que las industrias nacientes nunca salen de la infancia, resulta obvio que una actividad económica protegida o subsidiada tiene que acarrear pérdidas en vez de ganancias a una nación durante todo el tiempo que la protección o el subsidio tenga que mantenerse.

Inclusive en el caso de que finalmente se establezca una industria que se sostenga por sí sola, con ello no se prueba que las pérdidas durante el período en que estuvo creciendo como dentro de un invernadero, hayan sido justificadas. Cuando sea cierto que están maduras las condiciones en cualquier país para una industria nueva y capacitada para competir con industrias extranjeras semejantes, los empresarios particulares no tendrán dificultad para implantarla sin subsidios por parte del gobierno ni medidas que eliminen la competencia del exterior. Esto se ha probado una y cien veces en Estados Unidos, por ejemplo cuando una nueva industria textil en el sur del país pudo competir con buen éxito con la industria textil de Nueva Inglaterra, a pesar del largo tiempo que ésta tenía de establecida.

¿Cueste lo que cueste?

Existe otra falacia que inspira la manía industrializadora. Consiste en afirmar que la agricultura es siempre y necesariamente menos provechosa que la industria. Si esto fuera cierto, resultaría imposible explicarse cómo es que hay agricultores prósperos en el interior de cualquiera de los países industrializados en la actualidad.

Un argumento favorito de los partidarios de la industrialización a cualquier costo estriba en que es imposible señalar un país puramente agrícola que sea tan rico como las naciones “industrializadas”. Pero este argumento pone la carreta delante del caballo. Tan pronto como una economía predominantemente agrícola alcanza condiciones de prosperidad (como sucedió en Estados Unidos en sus principios) crea el capital necesario para invertir en industrias domésticas y, por tanto, rápidamente se convierte en un país con producción diversificada, tanto agrícola como industrial. Será diversificada porque es próspera, en vez de ser próspera porque es diversificada.

La gran superstición de los planificadores de la economía en todas partes, es que sólo ellos saben precisamente qué artículos debe producir un país y exactamente cuántos de cada clase. Su arrogancia les impide darse cuenta de que un sistema de mercados libres y de libre competencia, en que cada quien es libre de invertir su fuerza de trabajo o su capital en lo que encuentre más provechoso, tiene por fuerza que resolver este problema en forma infinitamente superior.



El artículo fue extraído del Centro de Estudios Económico-Sociales de Guatemala (CEES – www.cees.org.gt)




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