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lunes 15 de noviembre de 2004

La alquimia china

La “novela” oriental que nos envolvió esta semana con su final incierto expuso nuevamente la inmadurez de la Argentina: no somos capaces de comprender nuestros propios errores, culpamos de nuestros males a terceros y creemos que siempre habrá alguien dispuesto a perdonarnos y a salvarnos milagrosamente, como por arte de magia. Retrato de un país que vive inmerso en el realismo mágico y no se decide, de una vez por todas, a madurar y crecer.

De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, una de las acepciones de la palabra “alquimia” es “transmutación maravillosa e increíble”. Pues bien, parecería que ésta fuera una de las características salientes de la estructura de pensamiento de la sociedad argentina. Más allá de lo real o ficticio de los acuerdos de inversión con la República Popular China, lo que no deja de sorprender es la capacidad que tenemos como sociedad de entusiasmarnos con la posibilidad de “salvarnos” como país gracias a un proyecto de inversión, como si esto por arte magia curara todos nuestros males.

Sin entrar a analizar lo que pueda resultar de esta burbuja especulativa con respecto a los anuncios oficiales, el fondo de la cuestión radica en esa postura generalizada que tenemos los argentinos de poner el origen de nuestros males o de nuestra salvación en manos de terceros. Y ésta no es una cuestión menor para poder entender por qué nos va como nos va. Los países, como las personas, alcanzan su adultez cuando son capaces de asumir sus responsabilidades. De hecho, la libertad que adquirimos al cumplir la mayoría de edad implica asumir plenamente todos los costos de nuestras acciones y, como contrapartida de esto, poder gozar de todos los beneficios que dicha libertad implica. La libertad implica responsabilidad. En este sentido parece que la Argentina pretende vivir en un estado de eterna adolescencia. Quiere gozar de los beneficios de no hacerse cargo de nada, pero, al mismo tiempo, deleitarse con los favores de la vida adulta.

El tema se hizo presente en estos últimos días cuando se lanzó al ruedo el posible acuerdo de inversión con China por unos 20.000 millones de dólares. Y la pregunta es: ¿puede haber una mente sensata que piense que un país que cambia las reglas de juego a diario, en el que los jueces de la Corte Suprema desafían los principios más elementales de nuestra constitución política y en el cual los derechos de propiedad se rigen por la voluntad de un poder político que poca importancia le da a éstos, es capaz de recibir tan cuantiosa inversión a largo plazo? La lógica más elemental diría que no.

Ahora bien, si encima el anuncio se hace en referencia a China, me animo a ser mucho más cauto con respecto a las posibilidades reales de su concreción en los términos y en los montos que se han dejado trascender. La economía china es una de la que más ha crecido en los últimos veinte años. Su potencial con vistas a futuro es inmenso. Esta pujanza de la que es protagonista China no fue hecha sin sacrificios. Si hoy este país dispone de fondos para invertir en el exterior es porque hubo sacrificio de millones de personas para llegar hasta donde están parados. Por esto mismo, es que uno sabe que la milenaria nación del Lejano Oriente no daría semejante salto al vacío. Probablemente haya inversiones chinas en Argentina en los próximos años, pero no serán de la magnitud que se mencionan. Y seguramente tampoco cambiarán sustancialmente nuestra situación económica y social.

Para convertirnos en un país receptor de grandes inversiones debemos ser un país previsible en el largo plazo. Para ello las instituciones deben ser estables e independientes de los antojos del poder político de turno. Ésas fueron las condiciones que se dieron a finales del siglo XIX cuando gran cantidad de divisas llegaron del exterior para ser invertidas en el país. Crear las condiciones para que los capitales lleguen al país depende de nosotros. Pero primero tenemos que decidir si queremos ser una nación adulta y hacernos responsables de nuestras acciones.

Hemos pasado las últimas décadas echando culpas a todos sin hacernos cargo de nuestros errores. Y siguiendo con esta “lógica” ahora pretendemos que vengan otros a “solucionarnos el problema” (seguramente para luego echarle la culpa cuando nos veamos sumergidos en una nueva crisis). Es que no pensamos por una vez que nosotros somos los artífices de nuestro propio destino, por bien o por mal. Es que no nos queremos dar cuenta de que los países que avanzan no lo hacen por obra de la alquimia, sino como consecuencia de aplicar principios elementales de respeto a la libertad individual y a la propiedad privada. ¿Qué seguridad le podríamos brindar a un inversor externo que ve cómo el gobierno nacional avanza sobre los derechos de propiedad y la libertad de sus propios ciudadanos?

Dejemos de pensar en anuncios mágicos que produzcan una transmutación maravillosa e increíble, y exijamos de nuestros gobernantes que respeten nuestro derechos y que nos brinden seguridad física y jurídica, para así poder ser responsables directos de nuestros éxito y de nuestros fracasos como lo son todas las sociedades adultas del mundo. Que la alquimia china quede para los cuentos de niños o las películas de Harry Potter. © www.economiaparatodos.com.ar



Alejandro Gómez es Profesor de Historia.




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