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jueves 24 de mayo de 2007

La causa primaria de nuestras dificultades

La inexistencia de una separación entre las funciones del gobierno y las del Estado es la raíz de los problemas y desventuras que asolan la Argentina.

Una observación abarcativa de nuestras realidades a lo largo de, por lo menos las últimas décadas, absolutamente desprejuiciada de nombres y circunstancias, revelaría que nuestro comportamiento social muestra signos crecientes de alteración que conducen a un alto grado de insatisfacción social y al deterioro de nuestro tejido social, lo cual esteriliza nuestras potencialidades y nos conduce a una pérdida creciente de confianza en la consideración internacional.

En el plano individual, Ortega consideró que el cuadro de anomia que así queda configurado hace aconsejable un ejercicio de ensimismamiento, es decir, de repliegue sobre uno mismo para reflexionar, exento de influencias exógenas, con el fin de ubicar la raíz de los problemas y que, una vez logrado esto, cada uno se proyecte al mundo exterior con una praxis superadora del cuadro de alteración.

Lo propio deberíamos hacer como sociedad, en lugar de pretender resolver los problemas con soluciones parciales que no comprendan al todo y que, por lo tanto, lejos de llevar a una solución definitiva, profundizan las manifestaciones negativas porque resultan ser la expresión de intereses, las más de las veces contrapuestos, aun cuando todos estén imbuidos de la mejor intención.

Inducción y deducción deben actuar como métodos complementarios para encontrar la verdadera raíz de la frustración y darle a nuestro país la posibilidad de mostrar sus verdaderas capacidades potenciales. Huelga manifestar que, en este orden de ideas, el planteo que se impone es de tipo filosófico, ya que de lo que verdaderamente se trata es de la búsqueda de la verdad, aquella que está muy lejos de responder a enfoques parciales, pero que nos comprenda a todos.

Está alterada una sociedad que, enfrascada en sí misma, no comprende el escenario internacional en donde debería integrarse con ventajas y va perdiendo consideración, jerarquía y respeto, que la marginan cada vez más de los adelantos de la civilización. Una sociedad que fue rectora en el pasado por sus manifestaciones intrínsecas de progreso. Una sociedad que se encontró entre las mejores del mundo y hoy es superada con holgura por otras, incluso de América Latina.

Una sociedad que clama por orden, seguridad personal, salud, educación, justicia, defensa y todas las expresiones consagradas en la Constitución Nacional en el capítulo de derechos y garantías personales, comenzando por el de igualdad de oportunidades. Una sociedad que habita un suelo como pocos para concretar en realidades las aspiraciones de nosotros, los ciudadanos (hecho que constituye una ventaja, pero que debe considerarse como una condición necesaria aunque no suficiente si no se lo integra a un proyecto geopolítico del que carecemos, habida cuenta de que estamos permanentemente abocados a solucionar los problemas del día a día).

Ese ejercicio revelaría que una y sólo una es la causa de nuestras desventuras y que, hasta que no comprendamos que por allí pasa el meridiano de la solución general, seguiremos despeñándonos en el camino del tiempo como lo estamos haciendo. Esa causa primaria no es otra que la inexistencia de una separación entre las funciones del gobierno y las del Estado, que históricamente puede ubicarse a partir de fines de los años cuarenta del siglo pasado.

En efecto, en cualquier democracia consolidada, el gobierno se integra con ciudadanos que son elegidos por el voto popular y se desempeñan en sus cargos por períodos más allá de los cuales cesan en sus funciones. Es decir que el gobierno es, en esencia, transitorio. Entran en esta categoría los poderes Ejecutivo y Legislativo. Son ellos los que delinean las leyes que dan forma a las políticas que deben propender al bienestar general y que establecen el marco jurídico de la sociedad.

Tales políticas han de ser implementadas por una superestructura que se llama Estado, que es de carácter permanente y está integrada idealmente por un orden burocrático que debe ser respetable y respetado, jerarquizado y donde el orden debe ser esencialmente meritocrático. Es esta superestructura sobre la que debe apoyar su acción el gobierno, en el entendimiento de que las leyes han de ser correctamente aplicadas sobre la base de un sistema de premios y castigos, cuya aplicación está a cargo del Poder Judicial.

Tal el planteamiento normativo. Nuestro problema es que, en términos generales, los gobiernos se apropian del Estado para favorecer los intereses de los grupos sociales identificados con los primeros. Para que tal cosa acontezca, los cargos de las diferentes agencias estatales se cubren con criterios donde prima el parentesco y la vinculación política bajo el pretexto de que, de tal modo, la confianza asegura la eficiencia en la acción de gobernar.

Sin embargo, resulta poco menos que imposible que los mejores lleguen así a manejar la cosa pública, con lo cual el orden meritocrático queda anulado “ab initio”. Peor aún, dentro del propio gobierno tal criterio se ha institucionalizado, con lo que no resulta raro que ministros y secretarios de Estado sean parientes, llegándose al extremo de que, en no pocos casos, el ejercicio del poder se considere un bien ganancial.

En realidad, la práctica anteriormente expuesta comienza a desarrollarse a nivel de los partidos políticos, donde a la par de lealtades se da lugar a verdaderas complicidades que sirven de antesala para el ejercicio espurio del poder. Pocas dudas caben de que no debe resultar extraño que, siendo el móvil de muchos llegar al poder, sin tener la idoneidad requerida, para sacar ventajas económicas queden abiertas posibilidades ciertas para el ejercicio de la corrupción.

Esta realidad la sociedad argentina debe aceptarla como la de una verdadera manifestación patológica. Si esto es así, como que ciertamente lo es, con los matices que cada uno pueda agregarle, se debe emprender una amplio reordenamiento del Estado argentino, habida cuenta de la perdida de confianza y credibilidad respecto de sus funciones, como así también el poco respeto que la sociedad tiene sobre quienes lo integran.

Asimismo, la existencia de un Estado eficiente sirve para poner límites a la acción discrecional de los hombres de gobierno, los que deben observar celosamente el funcionamiento de las instituciones que lo integran y no, como ocurre, neutralizar el funcionamiento de los organismos de control.

Solamente de este modo –por medio de la profesionalización, la elevación de la moral pública y el respeto que se le debe a cada ciudadano– será posible eliminar el privilegio, la inequidad y la corrupción. No es sólo con leyes, que tenemos y de sobra, aunque algunas deben ser cambiadas, donde hemos de encontrar las respuestas a los interrogantes que nos planteamos a diario, sino con la correcta aplicación de las mismas por quienes deben ser los encargados de su observancia, comenzando por la Constitución Nacional. © www.economiaparatodos.com.ar

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