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jueves 22 de junio de 2006

La degradación de las leyes

Si no actuamos a tiempo para preservar la democracia verdadera y detener su progresiva degradación, será irreversible el camino que nos lleve a un régimen populista-totalitario en el que la ley no cumplirá más la función de proteger al ciudadano.

La degradación de las leyes es un proceso que, en nuestro país, se va produciendo de manera imperceptible y sistemática y por el cual van perdiendo su valor y cualidades hasta terminar pervirtiéndose.

Su desarrollo no es claramente visible, pero se manifiesta poderosamente por sus efectos. Y la sensación más directa se percibe cuando, conversando con ciudadanos de países serios, afirman que “¡la ley me protege!” mientras que aquí, nosotros tenemos la certeza clara y manifiesta que “¡la ley nos acorrala!”. Aquella reacción es el fruto de una cultura política con bases éticas, mientras que la nuestra es la palmaria demostración del uso subalterno de las leyes para el apriete y la opresión políticas.

En un caso hay profundo respeto por los derechos individuales garantizados por leyes solemnes. En el otro, en cambio, hay una vulneración de la dignidad personal por leyes envilecidas.

Ya se trate de contribuyentes, de ahorristas en moneda nacional o extranjera, del empresario honesto que crea trabajo genuino, del inversor que construye edificios para alquilar, del peatón que quiere circular libremente por calles y rutas, del vecino que pretende vivir sin agresiones, del padre que reclama el derecho a elegir educación moral para sus hijos, de los ciudadanos que exigen justicia al poder público y de los ancianos que esperan una jubilación decente, todos ellos sin excepciones están siendo intimidados y acobardados por leyes y proyectos de reformas penales incomprensibles y aberrantes.

Pareciera que en la Argentina se ha desatado un frenesí por legalizar todo aquello que implique trasgresión moral y por destruir todo lo que signifique respeto a las jerarquías y al orden natural de las cosas, de modo de favorecer el accionar de los secuestradores, asesinos, violadores, narcotraficantes, piqueteros, asaltantes, delincuentes y agitadores políticos, a quienes se otorga inmunidad para atacar la propiedad privada y hostigar a las personas.

No hay duda alguna de que estamos viviendo un proceso de degradación de las leyes.

Las leyes y los decretos de necesidad y urgencia

El secreto de un buen gobierno está precisamente en que el poder supremo del presidente de la República sea limitado, en que puedan establecerse normas restrictivas para otros poderes y, en consecuencia, prohibir y no dar órdenes a los ciudadanos. De este modo, la autoridad descansa en el acatamiento de unas normas que los ciudadanos reconocen y ese reconocimiento es lo que distingue a un pueblo del populacho.

Por esas mismas razones, las leyes no son resoluciones y mucho menos procedimientos administrativos. Hay dos clases de leyes: las leyes universales y las leyes legislativas.

Las leyes universales son “normas generales de recta conducta, aplicables por igual a ciudadanos y gobernantes, que delimitan su esfera de acción en un número desconocido de casos futuros”.

En nuestro país, la inexistencia de un proyecto de grandeza nacional y la morbosidad con que se prepara la próxima campaña electoral para asegurar la reelección han hecho proliferar las leyes legislativas o decretos de necesidad y urgencia, que son cosa muy distinta a las leyes universales.

Esos decretos no son leyes solemnes, sino que constituyen normas administrativas que disponen trámites y autorizaciones burocráticas, dictan regulaciones creando controles para ocupar legiones de empleados públicos, imponen tributos y obligan a hacer aportes a favor o en contra de ciertos grupos o personas que son los beneficiarios políticos de esas leyes legislativas.

Pero como carecemos de aquellas leyes universales, quienes proyectan, sancionan y promulgan estas leyes legislativas no están sujetos a ninguna ley superior y entonces hacen lo que se les da la gana.

El Congreso se dedica a convalidar medidas concretas referidas a personas y grupos de amigos y partidarios autorizando la coerción que tales decisiones implican. Ello lo consiguen con falsos acuerdos de mayorías compradas con tarjetas Banelco, con misteriosos sobres dolarizados o con indecorosos tratos entre individuos que se apoyan mutuamente para seguir paladeando las delicias del poder político.

Generalmente, las leyes legislativas terminan siendo un acuerdo para repartir el botín que la mayoría consigue a costa de minorías de ciudadanos y para decidir cuánto hay que quitarles y entre quiénes hay que distribuirlo. Por eso estamos dejando de ser una democracia y siendo cualquier otra cosa.

La falsa democracia

Una democracia es falsa cuando no se asienta en criterios éticos, puesto que al carecer de moral, inexorablemente degenera en la tiranía de un partido político o en el despotismo de un matón.

Si la democracia da la espalda a los principios éticos, se transforma en una catapulta para que los más audaces asalten el poder y se aprovechen del mismo con el propósito de conseguir fines mezquinos y ambiciosos.

La verdadera democracia se basa en cuatro imperativos categóricos contundentes:
1º. La idea de que la soberanía popular está por encima del predominio de los partidos.
2º. El estilo de gestión de gobierno según los principios de la recta razón y no el capricho del gobernante.
3º. El predominio de una voluntad política representada por una aristocracia del espíritu en lugar de una banda de codiciosos.
4º. La conciencia de responsabilidad moral para organizar y dirigir el gobierno según los criterios del bien común y no los intereses sectarios de un grupo.

Un cambio en serio

Una de las más ingeniosas soluciones para arreglar la degradación de las leyes fue propuesta por Friedrich Aügust von Hayek, premio Nobel de Economía y autor del imperdible libro “Camino de Servidumbre”.

Consiste en separar las tareas auténticamente legislativas de las tareas gubernativas, confiándolas a dos asambleas diferentes: la de senadores para dictar leyes universales y la de diputados para que en combinación con el gobierno decidan dar validez a los decretos del Poder Ejecutivo, pero sometiéndose a las leyes universales que sancionan los senadores.

De esta manera, la asamblea gubernativa de diputados administraría los recursos materiales y humanos, puestos a disposición del gobierno para prestar distintos servicios a los ciudadanos. También podría decidir qué parte de las rentas públicas recaudadas anualmente se destinarían a financiar esos servicios.

Pero la determinación de la parte concreta con que cada ciudadano tuviese que ser obligado a contribuir a ese total tendría que surgir de una verdadera ley, es decir el tipo de norma de conducta individual obligatoria y uniforme que sólo la asamblea legislativa de senadores podría sancionar.

La asamblea legislativa de senadores tendría que estar compuesta por auténticos representantes de la opinión pública y de ninguna manera por emisarios de intereses partidarios. Los senadores debieran ser hombres y mujeres capaces de pensar con visión de futuro sin dejarse arrastrar por las pasiones y los caprichos pasajeros de aquellos a quienes no se tiene más remedio que agradar. Debieran ser autoridades con dedicación exclusiva a la elaboración de esas normas de carácter general, aplicables por igual a gobernantes y ciudadanos.

En cambio, la asamblea gubernativa de diputados quedaría integrada por representantes elegidos entre los distintos partidos políticos y ellos discutirían con el Poder Ejecutivo todas las cuestiones relativas a las tareas de gobierno dictando leyes o decretos legislativos, pero sometiéndose a las normas universales establecidas por la otra asamblea de senadores.

Este proyecto significa reconocer que el Estado de Derecho es incompatible con los poderes ilimitados delegados en el presidente y que todos los gobernantes tienen que estar sometidos a la ley, igual que los ciudadanos.

Al gobierno central, distinto del poder legislativo, habría que confiarle las relaciones exteriores, la justicia, la defensa nacional y la custodia de una moneda estable; mientras que a los gobiernos provinciales y municipales, limitados por las mismas leyes en cuanto a la manera en que puedan cobrar impuestos, habría que transformarlos en auténticas empresas regionales que compitan entre sí por unos ciudadanos que podrían votar trasladándose a vivir de una a otra parte del territorio en la búsqueda de aquél lugar que le ofreciese mayores ventajas en relación con el costo de los impuestos cobrados.

De este modo, podríamos preservar la democracia verdadera y detener su progresiva degradación que va a terminar siendo irreversible si no actuamos a tiempo para evitar que esta democracia formal llegue a transformarse en una democracia populista-totalitaria. © www.economiaparatodos.com.ar



Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.




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