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sábado 8 de marzo de 2014

La limitada preparación de los políticos

La limitada preparación de los políticos

Los políticos en la Argentina saben muy poco

Alguien tiene que cargar con la ingrata tarea de decir lo que la gente
no quiere escuchar. Y, si se trata de una sociedad adolescente y
malcriada a fuerza de gobiernos populistas que durante décadas le
endulzaron el oído con falacias, tanto peor. Los políticos en la
Argentina saben muy poco; de hecho vienen cada vez más iletrados pero
aterrizan en la lucha por el poder con un experto en marketing
político bajo el brazo que les susurra cómo ganar elecciones.

Eso lo copiaron del primer mundo. Como suele ocurrir, toman la receta
incompleta. La preparación personal previa y los equipos de consulta
que se necesitan para el después, quedan en el tintero. Así, como Dios
los trajo al mundo en materia de proyecto, encaran gestiones para una
sociedad que viene escuchando desde hace setenta años del peronismo y
sucedáneos «Vos no tenés la culpa de nada. El país se hizo pelota
solo. El responsable de la decadencia es otro».

Contenta y satisfecha la ciudadanía, exultante cada domingo de
votación creyendo que la magia de la urna resuelve por sí misma los
problemas, se volvió experta en silbar cuando aquellos a los que elige
resultan torpes, indecentes, ladrones, corruptos y/o incapaces. No
conformes con su propia performance en materia electiva, cuando los
mismos que fracasaron y/o los defraudaron cambian de partido, los
siguen para volverlos a votar en la hipócrita creencia de que el
envase modifica el contenido.

En este sentido, hay casos emblemáticos que ilustran la conducta
esquizoide del votante medio. Allá por 2008, miles de personas
marcharon indignadas por la avenida del Libertador de la capital para
manifestar su rechazo a la famosa «Resolución 125», entendida como un
avance desmedido del estado sobre el sector agropecuario. En 2013,
quien fuera el inspirador de aquella salvajada, el entonces ministro
de Economía Martín Lousteau, fue masivamente votado por millones de
porteños para representarlos en el Congreso Nacional.

No es el único caso. Para hacer honor a la verdad, los inventores del
salto en garrocha en términos políticos fueron los peronistas. Allá
por los ´90 hizo punta Patricia Bullrich. Si bien obtuvo una
ininterrumpida beca dentro de la estructura del estado, su
trascendencia política ha sido siempre escasa; por suerte. La catarata
vino después. Pero el punto digno de reflexión no son los caraduras
que buscan sobrevivir en el mar de chantas en que se ha transformado
la política toda, sino la reacción del público.

Es asombroso constatar los halagos que arrancan una sarta de
individuos que hemos visto recorrer el espinel del peronismo en todas
sus variedades, con lo que eso implica: menemistas con Menem,
duhaldistas con Duhalde, sciolistas con Scioli y kirchneristas con los
Kirchner; son figuras que han desfilado por los permeables medios de
comunicación locales explicando cómo se sale de las crisis que ellos
mismos provocan.

La izquierda argentina, cuya representación crece por falta de
opciones válidas más que por una legítima coincidencia ideológica del
electorado, ha sido históricamente estatista y autoritaria y, por
ende, simpatizante de las dictaduras de izquierda. No engañan a nadie
hoy cuando se identifican con Maduro porque lo hicieron aún antes de
las elecciones. Ni cabe tampoco indignarse con su apoyo a cualquier
estatización. Son izquierdas con banderas de izquierda. No usan careta
para promover políticas aberrantes y perimidas.

Para una mente razonablemente crítica, tampoco es opinable el papel
demoledor que ha jugado el peronismo desde que alumbró en la escena
nacional. Porque es una fuerza que sabe y mucho de persecución
política y de arbitrariedad, de desprecio por la ley y de corrupción y
ni siquiera se ha tomado la molestia de disimular. La ostentación del
delito es un tic netamente peronista.

Entonces, aplaudir a quien critica a Aníbal Fernández es tan útil como
vibrar de emoción con los juicios anti kirchneristas de Julio Bárbaro
o de Jorge Yoma. O de Marcos Aguinis, que con una mano empuña la pluma
con la que fustiga al sistema por inmoral y con la otra cobra una
jubilación de privilegio, precisamente una de las baratijas más
vergonzosas de ese sistema y reflejo de la connivencia transversal de
la clase dirigente argentina.

Pero cuando Federico Pinedo dice que Guillermo Moreno «se hace el malo
pero es un tipo simpático», se abstiene de denunciar el empujón a la
justicia que promovía el ministro Alak por ser «su amigo personal» o
colabora con el oficialismo en el intento de destrozar el Código Penal
vigente ¿en qué se diferencia de Luis D´Elía destilando veneno contra
la «puta oligarquía»? ¿No espera el pueblo que esa oposición que se
vende como distinta sea un dique de contención frente al «puto
populismo»?

¿Sirve de algo que Sanz y Stolbizer compitan a ver quién dice más
calificativos agraviantes contra los K en público y luego voten la
«profundización del modelo» acompañando los adefesios kirchneristas en
el Congreso? ¿Suma el civilista-penalista Ricardo Gil Lavedra hablando
mal del gobierno frente a las cámaras y trenzando con sus esbirros en
las comisiones demoledoras de nuestros códigos?

¿Vale un cospel que cualquiera de ellos acompañe a la ciudadanía en
las marchas de protesta callejeras cuando son brazos incondicionales
de esa corporación política que apila privilegios? En el fondo ¿no se
siente uno un poco tonto defendiéndolos?

No me mate, amable lector. No mate al mensajero por el mensaje. Yo no
los inventé. Ni siquiera colaboré en sentarlos en las bancas que
ocupan. Como mucho puede acusarme de mal gusto por describirlos.