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lunes 16 de junio de 2014

La lucha por la «justicia social»

La lucha por la «justicia social»
La meta por la «justicia social» forma parte, a no dudarlo de la agenda política de la mayor parte de los partidos que, en la mayoría de los países aspiran a gobernar. Y ello, no sólo por razones de corrección política, sino -y fundamentalmente- por el hecho cierto que existe en la sociedad en general una aceptación cultural a lo que con tal etiqueta se quiere representar. La «justicia social» es una de las tantas formas o maneras en la que se intenta introducir la igualdad de rentas y de patrimonios. Por lo que necesariamente se ha de señalar la contraposición existente entre aquel concepto y el de competencia en el marco del proceso de mercado:
«Una de las razones principales de la aversión a la competencia es, evidentemente, el que ésta no sólo muestra cómo pueden hacerse las cosas en forma más efectiva, sino que enfrenta a aquellos que dependen del mercado para sus ingresos con la sola alternativa de imitar a los más exitosos o perder parte de sus ingresos. La competencia produce, de esta manera, una especie de coacción impersonal que obliga a numerosos individuos a ajustar su estilo de vida de un modo que ningún precepto o mandato lograría hacerlo. La dirección centralizada, al servicio de la así llamada “justicia social”, tal vez sea un lujo que sólo pueden permitirse las naciones ricas, por un período largo quizás, sin que se perjudiquen mayormente sus ingresos. Pero éste no es ciertamente un método mediante el cual los países pobres puedan acelerar su adaptación a las circunstancias rápidamente cambiantes, de lo cual depende su crecimiento.»[1]
Parece claro, y la experiencia lo confirma, que los países pobres sin esa «especie de coacción impersonal que obliga a numerosos individuos a ajustar su estilo de vida de un modo que ningún precepto o mandato lograría hacerlo» (que tendría como resultado la competencia en el seno de sus mercados) por centrar sus políticas en la doctrina de la «justicia social» jamás tendrían el incentivo como para lograr «acelerar su adaptación a las circunstancias rápidamente cambiantes, de lo cual depende su crecimiento», lo que sería lo mismo a decir que, vería frustrada rápidamente cualquier posibilidad de crecimiento. Del lado opuesto, sólo aquellas naciones que, merced a políticas de corte pro-capitalistas pudieron convertirse en ricas, podrían –como dice Hayek- darse el lujo de centralizar la dirección de su economía «al servicio de la así llamada “justicia social”… «por un período largo quizás, sin que se perjudiquen mayormente sus ingresos».
En otros términos, la «justicia social» podrá practicarse en aquellos países en los cuales haya existido antes de su implementación una elevada dosis de aplicación de políticas de corte pro-capitalistas/liberales, porque no existe ningún otro medio sino el de estas políticas para elevar la tasa de capitalización de cualquier economía, lo que es lo mismo a decir que sólo a través del capitalismo -tanto personas como naciones- pueden enriquecerse. Una vez lograda una considerable tasa de capitalización mediante los mecanismos que otorga únicamente el capitalismo, recién a partir de dicho momento, tales países podrían darse el lujo de variar sus políticas hacia otras de corte redistributivas en nombre de la «justicia social». Un caso paradigmático de esto último creemos que ha sido el de Suecia. La forma más simple de sintetizar lo explicado, es la certera frase que dice que no es posible redistribuir lo que no existe.
Pero ¿de qué herramientas se vale la «justicia social» para lograr sus objetivos? De varias, pero fundamentalmente echa mano con inusitada recurrencia a los procedimientos fiscales:
«La política fiscal que hoy impera en la mayoría de los países hállase fundamentalmente inspirada por la idea de que las car­gas presupuestarias deben ser distribuidas con arreglo a la capacidad de pago de cada ciudadano. El razonamiento que, en definitiva, condujo a la general aceptación del principio de la capacidad de pago presuponía de manera harto confusa que, si los más ricos soportaban mayores cargas tributarias, el impuesto devenía algo más neutral. Influyeran o no tales consideraciones, es lo cierto que pronto se desechó por completo el más leve anhelo de neutralidad impositiva. El principio de la capacidad de pago ha sido elevado a la categoría de postulado de la justicia social. Los objetivos fiscales y presupuestarios del impuesto, tal como estos temas se enfocan en la actualidad, han quedado relegados a segundo término. Reformar, de acuerdo con los dictados de la justicia, el presente orden social constituye el objetivo principal de la política tributaria por doquier. La mecánica fiscal se convierte en instrumento para mejor intervenir la vida mercantil toda. El impuesto óptimo es, pues, aquel que, prescindiendo de cualquier apetencia de neutralidad, con mayor ímpetu desvíe la producción y el consumo de los cauces por los que habrían discurrido bajo un sistema de mercado inadulterado.»[2]
Lo que nos dice L. v. Mises aquí puede describirse como una magnifica síntesis de la historia de la «justicia social» (o -quizás mejor y más económicamente expresado- de su modo de financiarse). En un primer momento, bajo lo que podríamos denominar la búsqueda de un igualitarismo tributario, se llegó a articular el concepto de «neutralidad fiscal» como objetivo o finalidad de toda política tributaria. El medio que se ideó para arribar a dicho fin de neutralidad fiscal fue el llamado de la «capacidad de pago», hasta que paulatinamente este último reemplazó a aquel otro. Vale decir, se abandonó el de neutralidad y solamente prevaleció el de «capacidad de pago». Se creía que mediante la aplicación del criterio de la «capacidad de pago» se llegaría o se aproximaría -mejor dicho- a la meta de una mayor neutralidad fiscal. Pero con el tiempo, la meta fiscal de «neutralidad» fue absorbida por la doctrina de la «justicia social», de donde la «capacidad de pago» se transformó en instrumento no ya de «neutralidad» sino de «justicia social» pura.
Los resultados están a la vista: pobreza sin justicia de ninguna índole.


[1] Friedrich A. von Hayek. «La competencia como proceso de descubrimiento». pág. 12
[2] Ludwig von Mises, La acción humana, tratado de economía. Unión Editorial, S.A., cuarta edición. pág. 1068/1069


Fuente: Accion Humana