La propuesta deliberadamente omitida
En tiempos de campaña electoral los dirigentes se aprestan a proponer soluciones a mansalva recorriendo cada uno de los temas que preocupan a la sociedad. La idea central es captar voluntades, sumar personas dispuestas a apoyarlos y para eso no solo resulta imprescindible trabajar en la imagen del candidato, sino también indispensable brindarle algún trascendente contenido discursivo que atraiga a los circunstanciales votantes.
Bajo esa modalidad, los postulantes además de recitar grandilocuentes alegatos y hablar de un modo políticamente correcto, suelen proponer ideas que llevarán a cabo si eventualmente son seleccionados.
En ese contexto, prometen hasta lo imposible para lograr el acompañamiento de sus eventuales adherentes. A veces ni siquiera explican demasiado como conseguirán esos resultados, sino que se limitan a mencionar objetivos generales, sin mayores precisiones para evitar que ciertos aspectos específicos deriven en la pérdida de apoyo electoral.
Cuando la cuestión económica está en el centro de la escena, todo pasa por allí. El candidato se muestra como un técnico solvente, que además se rodea de profesionales prestigiosos en la materia que le aportan ese plus que todo político desea disponer. La sensación de equipo económico, de gente que trabajará en el asunto, resulta determinante.
Si el tópico es la inseguridad, tampoco le faltarán argumentos al dirigente. Como en otros casos, tendrá a disposición una nutrida lista de especialistas que aportarán su mirada y estudios pormenorizados para darle marco formal y seriedad a esas propuestas que permitirían mejorar el presente.
Pero siempre existe un ausente sin aviso. De la corrupción no se habla. Cierto pragmatismo dirá que en las encuestas este ítem no tiene significación. Tal vez la gente se ha resignado y asume esa regla como parte del paisaje. Piensa que todos los dirigentes políticos, de uno u otro modo, apelan a ella en algún momento, o esperan hacerlo en el futuro.
Cierta crispación social se agudiza cuando las formas son demasiado burdas, y el despliegue del corrupto es desenfrenado. Pero esa no parece ser la mayor preocupación de una comunidad que entiende finalmente que todos son demasiado parecidos y que solo se puede esperar algo de pudor y de discreción a la hora de quedarse con el patrimonio de los ciudadanos.
Lo tangible es que las propuestas para erradicar la corrupción no aparecen en la grilla de iniciativas que los candidatos están dispuestos a sugerir a la comunidad para que los acompañen en las urnas. El nudo central del tema no está en la agenda, pero no por una omisión involuntaria, sino por una decisión premeditada del candidato, de su partido y de su entorno.
Si bien proponer transparencia en la administración de los recursos estatales, una lucha despiadada contra la corrupción, el encarcelamiento de funcionarios que se han apropiado de lo ajeno y malversado los presupuestos públicos, podría ser electoralmente interesante, ningún candidato está dispuesto a romper ese «código», casi mafioso, que subsiste en las entrañas de la corporación política.
Por un lado los que están en el juego, los que gobiernan un municipio, una provincia o desde el mismísimo ámbito nacional no cometerán semejante error, y evitarán entonces meterse en problemas innecesariamente.
Saben que tienen mucho por ocultar y que sus gestiones no han sido para nada honestas. Mal podrían tirar la primera piedra. Sería muy riesgoso para ellos iniciar esa secuencia. Es que sobrepasar esa línea podría derivar en que sus adversarios coyunturales hicieran lo propio y le pusieran sobre la mesa la lista de cuestiones a explicar de sus propias administraciones.
Del otro lado, los que aun no son integrantes de gobierno alguno, tienen, probablemente, alguna cuenta pendiente del pasado, de ese momento en el que sí fueron protagonistas de esa conducción, y es posible que allí también exista alguna historia sin una sólida explicación.
Inclusive los que nunca siquiera participaron del sistema, prefieren dejar de lado este urticante punto. Saben que en el futuro pueden estar sentados allí y no desaprovecharían idéntica oportunidad de manotear lo de todos y quedarse con algo para su provecho personal y partidario.
La «caja» del Estado, en cualquiera de sus formas, sigue siendo un botín para la política. El que llega lo usará a discreción. Unos serán más burdos, otros más sutiles, pero todos de algún modo harán abuso de esa herramienta. Para ello necesitan que todo esté oculto y que sea lo suficientemente turbio para que nada se note demasiado.
En plena tarea proselitista, en ese momento clave en el que se está convocando a los votantes para apoyar propuestas, una de ellas nunca aparece. De juzgar a los corruptos y de terminar con esta etapa funesta en el que los dirigentes políticos y funcionarios saquean despiadadamente a la sociedad de una manera grosera, siempre se prefiere no hablar.
No ha sido un descuido menor, ni una distracción anecdótica, ni tampoco una omisión impensada. Cuando de corrupción se trata, los candidatos y los partidos políticos hacen de la lucha contra este flagelo una propuesta deliberadamente omitida.
Alberto Medina Méndez
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