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martes 26 de junio de 2012

La rentabilidad del agro, una mirada distinta

Ninguna sociedad con aspiraciones democráticas y republicanas puede construirse sobre impuestos que castigan a los sectores productivos más vulnerables y desprotegidos.La Argentina fue el granero del mundo y potencia en el concierto internacional hasta el momento en que decidió inclinarse por políticas que interrumpieron el desarrollo sostenido que la había posicionado entre los países más prósperos y avanzados. Porque no sólo su crecimiento económico fue espectacular, también lo fue el progreso cultural y político. Decisiones inteligentes en materia de educación y salud pública se tradujeron en políticas de Estado que hicieron de nuestro país un refugio para millones de inmigrantes que escapaban al hambre o la intolerancia en sus países de origen y que paradójicamente hoy se presentan como modelos a imitar.

Dentro de ese marco y en consonancia con el flujo inmigratorio, la producción y las exportaciones agrícolas crecieron de manera ininterrumpida desde los años de la Organización Nacional hasta la crisis del ‘30, momento en el que el sector agropecuario ingresa en un prolongado período de estancamiento. Mientras el campo languidece, florece en los círculos intelectuales un estéril debate que intenta dilucidar las causas que originan ese estancamiento. Políticos, sociólogos, filósofos, economistas y expertos agrícolas debaten durante años tratando de desentrañar las causas remotas por las que en las tierras más feraces del planeta se produce cada vez con menores rendimientos y mayores costos. La concentración de la propiedad, el latifundio para algunos, el minifundio para otros, la frivolidad de la clase terrateniente, el rechazo a la modernidad, la aversión al riesgo, el origen inapropiado de la inmigración, la pereza del hombre de campo y hasta el pobre gaucho fueron objeto de sesudos análisis que intentaban explicar lo que décadas más tarde apareció como una verdad demasiado sencilla y obvia para ser tenida en cuenta por los esquemas rígidos que caracterizan el rigor intelectual encorsetado por dogmas ideológicos.

Porque lo único que el sector agropecuario necesitaba para seguir creciendo era un horizonte previsible en el que la rentabilidad tuviera una posibilidad de ocurrencia real, una vez superados los obstáculos climatológicos, las plagas y las oscilaciones de precios con que a veces sorprende el mercado cuando aparece un exceso de la oferta. Por eso fue que cuando esas posibilidades finalmente aparecieron, el sector dio un salto extraordinario, pocas veces registrado por país alguno en la historia contemporánea.

La producción agropecuaria –computando los principales cultivos– pasó de las 30 millones de toneladas a las 60 millones en apenas 15 años. Este espectacular crecimiento, se consiguió además en un escenario internacional difícil, con un tipo de cambio desfavorable y con financiamiento oneroso. Este salto espectacular no tuvo un único factor que lo motorizó: participaron por igual la libertad de comerciar la producción, la privatización y modernización de los puertos, el despliegue de una moderna infraestructura y la estabilidad de las reglas juego que, sumadas a la eliminación de las retenciones, crearon el clima propicio para incentivar una extraordinaria inversión en tecnología y maquinaria que permitieron duplicar los rindes de todos los cultivos en muy corto tiempo.

Los cambios

El ingreso al Siglo XXI trajo consigo algunas modificaciones importantes en el escenario internacional. Aparece una demanda que crece por encima de las posibilidades de atención de la oferta y que marca un cambio de carácter estructural llamado a perdurar durante los próximos años. Para enfrentar este cambio, el país responde ampliando la frontera agrícola, incorporando al mapa productivo zonas que hasta poco tiempo antes eran ocupadas por una ganadería de baja productividad o dedicadas a cultivos con escaso rendimiento.

Más de 3,7 millones de hectáreas se incorporaron a la producción nacional en los últimos años, la mayor parte de ellas dedicada al cultivo de la soja, la que mejor se adapta a las condiciones desfavorables de las tierras marginales de menor aptitud agrícola. La producción da otro salto extraordinario pasando de los 60 a los 100 millones de toneladas, esta vez en apenas ocho años. El proceso permite que por primera vez en décadas, muchas localidades de las provincias más pobres dejen de ser expulsoras de población para convertirse en polos de atracción hacia los cuales fluye población, comercio y cultura.

Esta gran transformación se hizo posible gracias a las innovaciones tecnológicas incorporadas por la mayoría de los productores que invirtieron y apostaron a una actividad que ofrecía ahora la oportunidad de una rentabilidad posible y que anteriormente venía negada por un contexto económico y por una normativa que la restringía. Con el aumento de los precios internacionales impulsado por una demanda en continuo crecimiento, ingresan al circuito productivo miles de productores de las regiones marginales, que contribuyen a lograr esa extraordinaria cosecha que posiciona de nuevo al país como granero del mundo. Esa cosecha, la oferta total del país es la suma de todas las producciones individuales alineadas en orden creciente, según su costo medio mínimo. El más bajo se corresponde casi siempre con las producciones en grandes superficies y en las tierras de mayor aptitud o cercanas al puerto de embarque, punto de referencia a partir del cual se determina el precio que recibe el productor. El costo medio máximo, por el contrario, corresponde casi siempre a pequeños chacareros y productores de las zonas marginales.

Las retenciones

Cuando el Estado impone un tributo a las exportaciones agrícolas, lo que hace en la práctica es rebajar el precio que percibirá el productor por la venta de su producto. La medida tiene el mismo efecto que tirar hacia abajo la curva de demanda, como si los compradores pagaran un menor precio por cada unidad ofrecida. El resultado de esta política no es otro que el de expulsar de la producción nacional a los chacareros que trabajan con mayores costos, justamente aquellos que trabajan las superficies más pequeñas en las zonas más alejadas.

El impacto sobre los más débiles es una consecuencia obligada de este tipo de tributo. En contra de la creencia generalizada, sobre todo entre aquellos que adhieren a posturas que se autocalifican como progresistas, las retenciones son impuestos de naturaleza regresiva. Impactan con mayor intensidad sobre los productores más pequeños y desprotegidos, ya que grava de igual manera una tonelada vendida por un pequeño chacarero que la de un gran productor de las zonas más fértiles del país, cuyo rinde por hectárea es significativamente más elevado. Esta y no otra es la razón por la que los pequeños y medianos productores, sobre todo los de las zonas marginales, con mayor ahínco se oponen a las retenciones.

Porque cualquier sea la alícuota que se imponga vía retenciones, siempre los castiga más a ellos, haciéndolos trabajar a pérdida primero y después obligándolos a abandonar la actividad, para terminar arrendando o vendiendo su propiedad a otros productores más grandes. La naturaleza regresiva del impuesto, paradójicamente, en lugar de redistribuir, contribuye a concentrar la producción y la propiedad como ha venido ocurriendo en los últimos años. Resolver esta cuestión requiere despegar de una vez por todos del subdesarrollo intelectual en el que se encuentra inmersa nuestra clase dirigente.

Subdesarrollo que proviene de prejuicios ideológicos que desconocen los principios rectores que motorizan el avance de los pueblos hacia mejores estándares de vida. Ninguna sociedad con aspiraciones democráticas y republicanas puede construirse sobre impuestos que castigan a los sectores productivos más vulnerables y desprotegidos. Las políticas activas, cuando se las pone en práctica, deben apuntar siempre a colaborar con el desarrollo de los emprendedores de menores recursos, protegiéndolos de los efectos no deseados de normas generales que pudieran afectarlos en razón de su tamaño, localización o su vulnerabilidad y nunca en diseñar y aplicar impuestos que recaen en primer lugar y con mayor intensidad sobre sus espaldas.

Más allá del análisis específicamente tributario que habrá que considerar para restablecer el equilibrio fiscal, resulta fundamental que por una vez los legisladores amplíen la mirada y adviertan la trascendencia que tendrán las decisiones que se adopten para el desarrollo futuro del país. Coartar las posibilidades de crecer o de alcanzar una mayor rentabilidad en una actividad lucrativa es el camino más seguro de condenar al país a un destino mediocre, carente de atractivo para las futuras generaciones de emprendedores, que son las únicas que generan los puestos de trabajo y la calidad de vida a la que toda sociedad tiene derecho.

Fuente: ElEconomista.com.ar

Autor: Miguel Polanski