Lanzando al país por el despeñadero
Se cumple mañana medio siglo del primer atentado tupamaro que consistió en el robo de armas en un desolado club de tiro en el departamento de Colonia, un episodio con el que empezó la intentona guerrillera que tanto daño le hizo al Uruguay. En efecto, el 31 de julio de 1963 los tupamaros hurtaron decenas de fusiles para iniciar una revolución de tipo castrista en un país que, además de pacífico y democrático, era catalogado como el socialmente más justo de América Latina.
Se cumple mañana medio siglo del primer atentado tupamaro que consistió en el robo de armas en un desolado club de tiro en el departamento de Colonia, un episodio con el que empezó la intentona guerrillera que tanto daño le hizo al Uruguay. En efecto, el 31 de julio de 1963 los tupamaros hurtaron decenas de fusiles para iniciar una revolución de tipo castrista en un país que, además de pacífico y democrático, era catalogado como el socialmente más justo de América Latina.
A ese país que los tupamaros querían lanzar por el despeñadero lo gobernaba un Consejo de Gobierno, una suerte de mini-Senado con un presidente rotativo que entonces era Daniel Fernández Crespo, un austero maestro de escuela que gozaba de gran popularidad. Contra ese gobierno colegiado a la suiza del Partido Nacional se alzaron los conjurados, un grupito de izquierdistas radicales que venían de cosechar varios fracasos electorales.
Lo que no lograron a través de las urnas procuraron conseguirlo con las armas y una campaña de denuncia contra los gobernantes de la época. Importa recordar, a modo de ejemplo, quiénes eran algunos de esos gobernantes para calibrar el despropósito de los sedicentes guerrilleros. A Salvador Ferrer Serra, el ministro de Hacienda, lo criticaban porque la inflación trepaba al 10%. Wilson Ferreira Aldunate, ministro de Ganadería y auténtico «premier» del gobierno planeaba una reforma agraria que a los revoltosos les parecía insuficiente. Y al ministro de Instrucción Pública, Juan Pivel Devoto, cabeza de un sistema educativo elogiado desde el exterior, lo ponían en la picota.
El Uruguay de 1963 era una democracia asentada en el voto popular, el «país de las clases medias» que, aun con sus dificultades, era un vergel en la región. Montevideo, «la ciudad sin rejas», se jactaba de ser la capital más segura de América Latina a estar a los datos de Interpol. La esperanza de vida de los uruguayos era de nivel europeo y el desempleo estaba en el 8%, una cifra que miembros colorados del Consejo de Gobierno, como los opositores Óscar Gestido y Amílcar Vasconcellos, solían reprochar a sus adversarios blancos.
En sus escritos, los tupamaros calificaban a los gobernantes de «oligarcas» y señalaban la carencia de «un proyecto de país», una imputación desatinada pues precisamente en aquel invierno del 63 un joven contador, Enrique Iglesias, apretaba el acelerador de la legendaria Comisión de Inversión y Desarrollo (CIDE) que retrataría la realidad nacional como nunca antes y propondría un meditado programa de reformas cuya influencia se extendería hasta el presente.
Nada de eso satisfacía a los violentos que poco después detonarían bombas contra las casas de consejeros de gobierno como Washington Beltrán y Luis Giannattasio, en dos golpes de una gravedad sin precedentes en la historia uruguaya. Enemigos del diálogo deseaban emular a sus maestros cubanos, convencidos de la «teoría del foco» según la cual una elite de iluminados podía, a balazo limpio, generar las condiciones para desatar una revolución popular encabezada por ellos.
Acuñadores de fáciles eslóganes insistían en su filosofía de «cuanto peor, mejor», una forma de fomentar las turbulencias y el caos, elementos que en su opinión debían alfombrar el camino hacia la rebelión y, por último, hacia el poder. Así, desde 1963 en adelante no se cansaron de denunciar la inminencia de un golpe militar, el peligro de una intervención extranjera y otros males contra los cuales era preciso precaverse. De ese modo surgió una consigna que pronto tapizó los muros montevideanos: «Ármate y espera». Y otra, consecuente con la anterior: «El poder nace de la boca del fusil».
Por increíble que hoy parezca, esos cantos de sirena resultaron atractivos para quienes en los años siguientes cometerían el error de cooperar en una escalada de amenazas, extorsiones, atracos, secuestros y asesinatos que no dejó otro camino que recurrir a las Fuerzas Armadas. Lo que vino después es bien sabido. Tras vencer a la guerrilla con inesperada facilidad, los militares dieron el golpe de Estado tan anunciado -y a la vez provocado- por los tupamaros, hecho que ocurrió una década después de aquel robo de fusiles en un club de aficionados al tiro.
Esa es, en síntesis, la triste historia que comenzó hace exactamente medio siglo.
Mañana se cumple medio siglo del robo de armas en un club de tiro del interior, punto de partida de la violencia tupamara que se abatió sobre el Uruguay a partir de 1963 con penosas consecuencias.
Fuente: www.elpais.com.uy