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miércoles 24 de febrero de 2016

Las causas inaceptadas de la inflación

Las causas inaceptadas de la inflación

“Parece que todas las cosas grandes, para inscribirse en el corazón de la humanidad con sus exigencias eternas, tienen que vagar antes sobre la tierra, cual monstruosas y tremebundas figuras grotescas” (Frederich Nietzsche)

Comienza a crecer un concierto de quejas y perplejidades que abren paso a una nueva rebelión “visceral” de nuestra sociedad, que no tolera los males que la aquejan y no acepta, al mismo tiempo, que se pongan en práctica los remedios para solucionarlos.

Hay muchas personas que no parecen estar dispuestas a confirmar una realidad casi omnipresente en los últimos años: la inflación no se alejará por un tiempo de los guarismos que nos preocupan, por tres razones principales:

a) el descalabro que dejó el kirchnerismo detrás de sí (como sucedió con otros gobiernos irresponsables);

b) la manifiesta incapacidad de nuestra sociedad para reconocer cuáles son sus verdaderas raíces;

c) la administración de Cambiemos no tiene una varita mágica que pueda reordenar doce años de descontrol absoluto de la noche a la mañana.

Muchos políticos vernáculos, además, han sido y son totalmente incapaces de justificar y/o explicarse a sí mismos satisfactoriamente las cuestiones atinentes al beneficio empresarial y la continua pugna entre salarios, beneficios y rentas, lo que provocó que muchos conflictos sociales se resolvieran invariablemente hasta hoy con recetas populistas con las que se pretendió hacernos vivir una ficción.

Economistas formados en décadas donde se rindió pleitesía al keynesianismo “reinventado”, es decir, el Keynes que jamás existió, ni dijo lo que le hicieron decir, nos fueron empujando a aceptar la idea de que “un poco” de inflación es necesario para mantener la economía “activa” (sic).

Sería deseable pues que las nuevas políticas tengan la inteligencia necesaria para constituirse en un punto de inflexión en estos asuntos, evitando que nos hundamos definitivamente en un abismo sin retorno, ya que se necesitará mucho esfuerzo para cambiar la cultura política y económica oligofrénica (no encontramos un término más civilizado para expresar el concepto), del kirchnerismo.

Antes de detenernos en consideraciones académicas (no es ni por pienso el objetivo de estas breves reflexiones, fortalecidas solamente por el sentido común), quisiéramos dejar en claro que ninguna sociedad que pretenda vivir por encima de su propia productividad puede mantenerse a flote por mucho tiempo, ni progresar, ya que los actos considerados “económicos” se relacionan siempre con los criterios que eligen los individuos para atender su propia subsistencia.

En nuestro caso, la elección ha sido hecha y se ha mantenido casi incólume durante décadas: dispendio y despilfarro.

La palabra “economía” deriva de un término de los antiguos griegos, OYKONOMOS, que significa “casa”, “familia”. Se refería al cuidado con el cual el ama de casa procuraba que hubiese suficiente alimento y vestido para mantener el orden del hogar, al mismo tiempo que velaba para que los ingresos del trabajo de los integrantes de dicha familia se distribuyeran de acuerdo a la necesidad de cada uno.

Los griegos creían a pies juntillas que la casa familiar no podía prosperar exclusivamente por los dones de la naturaleza, sino que debía desarrollarse por medio de la destreza e inteligencia de los distintos miembros de la misma. Como trasfondo de estas ideas, subyacía siempre en ellos un sentido de enseñanzas religiosas, códigos jurídicos y exhortaciones de carácter moral.

El mismo Aristóteles, fundó sus opiniones sobre la economía apoyándose sobre la “buena administración de la casa”, sosteniendo que la verdadera riqueza se halla en lo que es estrictamente necesario para la vida, a la par que rescataba el concepto de “lo suficiente”, como una forma de desplazar el afán de lucro sin medida que mueve muchas veces al individuo a distorsionar, mediante ambiciones desbordadas, un funcionamiento social equilibrado.

Desde la antigüedad, se sucedieron distintas escuelas que estudiaron en profundidad el valor del dinero, el trabajo y la acumulación del capital, para aplicarlo al desarrollo de actividades industriales y comerciales que promovieran un mayor bienestar social.

En todos los casos, cada una de ellas coincidió en el concepto de que las prácticas económicas se hallan ligadas con una buena administración, sensata y prudente, que debe presidir cualquier proceso económico.

Al mismo tiempo, fue pensamiento común la idea de que la distribución y el intercambio de bienes debían ser regulados con justicia y que cada individuo debía contribuir a este logro con lo que mejor supiera hacer, rechazando cualquier improvisación al respecto.

Con el tiempo, el crecimiento desmesurado de las burocracias estatales fueron reemplazando estos conceptos primigenios, abandonándose los códigos generales de moral filosófica que ya señalamos, por lo que una gran mayoría de las doctrinas económicas en auge comenzaron a sufrir distintas perturbaciones, motivadas por el malestar de individuos que comenzaron a poner en tela de juicio los conceptos rectores ya expresados.

Algo muy semejante a lo que ocurre hoy día: una sociedad que exige que los procesos económicos favorezcan “sus” expectativas personales sin más (de la índole y racionalidad que fueren), ignorando los requisitos necesarios para que esto ocurra sin dañar principios ineludibles para el logro de dichos fines.

Todos los economistas mundiales serios censuran el despilfarro y creen que la producción debería dedicarse al consumo “racional”, chocando contra el sentimiento generalizado de quienes no parecen estar dispuestas a adaptarse a tal fin, acompañados por un corifeo de políticos irresponsables que “les dan letra”.

En la década de los 30, la brillante Escuela de Viena de Menger y Böhm-Bawerk , pudo determinar por primera vez, con explicaciones muy precisas, que toda actividad productiva de cualquier orden depende fundamentalmente de las apreciaciones del consumidor respecto del valor de los bienes y sus expectativas para acceder a ellos, quien vincula con su ansiedad y apetencia la posesión de los mismos en cantidades que relaciona con sus necesidades o por un simple placer personal.

De este modo dio por tierra con años de intrigas que mantuvieron a los clásicos sin poder determinar con precisión la importancia de lo que se denomina como “preferencia temporal” y “utilidad marginal” del valor de los bienes, aspecto sobre el que ya nos hemos referido antes de ahora.

Hasta ese momento, la teoría económica denominada “clásica” se había enfrascado en intrincados conciliábulos académicos sobre la ampliación del crédito, los reajustes presupuestarios y el alza de precios casi exclusivamente, desdeñando la decisión autónoma de millones de actores sociales que deciden cada vez y cada día la utilidad de dichos bienes en relación con sus intereses y deseos personales.

Fue la mencionada escuela vienesa la que puso el acento en que dichas “preferencias temporales” de los individuos podían abrir la puerta a la explicación de muchos males que aquejaban a la sociedad.

En efecto, desaparecidas ciertas barreras morales en el seno de la misma, recesiones y depresiones provocaron un inevitable ajuste del sistema productivo, como único camino mediante el cual se pudiese retornar rápidamente a los equilibrios perdidos, dejando de emitir dinero sin respaldo para atender apetencias que no guardaban relación con la productividad ya aludida.

Con la contribución de Ludwig von Mises se demostró además que es imposible gobernar tratando de aumentar la “utilidad social” quitándole dinero solamente al rico para dárselo al pobre, ya que las preferencias de los diversos actores sociales son incapaces de ser mensuradas econométricamente por estar ligadas al concepto subjetivo de dicha “utilidad”, proveniente de la mente de individuos que son esencial y naturalmente distintos.

En ese escenario, decía Mises, nace invariablemente una puja entre ciudadanos y gobiernos que aspiran a que se “distribuyan” los bienes de acuerdo con planes “aritméticos” imposibles de conciliar con quienes deciden asignarle valor a las cosas de acuerdo con su propia escala de intereses personales.

Este principio elemental es entendido por muy poca gente y es la razón por la cual los gobiernos tratan de subsanar los desequilibrios y desigualdades entre una baja productividad y ambiciones humanas sin control, por medio de la emisión de dinero sin respaldo para atender las demandas insatisfechas, lo que termina siempre generando inflación.

Es en ese sentido que “Mises y la Escuela de Viena establecieron las bases de una ciencia económica racional, sembrando con sus enseñanzas una semilla que fructificará TAN PRONTO COMO LOS HOMBRES VUELVAN A PREFERIR LAS TEORÍAS CIERTAS A LAS TEORÍAS PLACENTERAS” (Jacques Rueff).

carlosberro24@gmail.com