Las listas negras del kirchnerismo
Hay que comprender que la alternativa no está entre la memoria que resucita antagonismos, y el olvido que borra las tragedias y absuelve a los verdugos
Hasta no hace mucho tiempo la guerra del kirchnerismo parecía una guerra ajena. Así al menos se la vivía. La disputaban sus militantes rentados, la enarbolaban sus ministros y funcionarios, y la padecía la clase media. Un gran sector de la sociedad era apenas víctima de esas contiendas, no participaba, es decir, no contestaba.
A partir del último 27 de Octubre, la situación ha variado: la gente ha entrado a la guerra con voluntad de cambio. Claro que el cambio requiere mucho más que voluntad. Sin embargo, no es momento de subestimar ese primer paso por insignificante que resulte frente a tanto camino desandado.
Los argentinos somos extraños, nos acordamos de ponemos exquisitos cuando la oferta es pobre y vulgar por los cuatro costados. Convengamos algo: no había un Winston Churchill, ni un Charles De Gaulle, ni un Vaclav Havel ni un Juan Bautista Alberdi en las listas esperando ser votado. Lo cierto es que dentro de la oferta, se ha elegido a aquellos que, en apariencia, pueden poner freno al desenfreno oficialista. Y ese hecho determina de alguna manera el escenario donde nos hallamos.
Cuarenta y ocho horas después de ese acto, un misil lanzado desde un poder constitucional vuelve a pegar al ciudadano. Está claro: no hay tregua. El país se ha convertido en un campo minado. Inspecciones de la AFIP para unos, “casuales” asaltos para otros, rumores de todo tipo, color y tamaño. Cristina vuelve recargada, Cristina no vuelve, Cristina gobierna, Cristina no está al tanto de lo que pasa… Toda especulación halla su nicho y cómodamente se propaga. Pero el problema no pasa por el regreso o no de la Presidente, ni por si está o no informada.
Es tanto el daño causado y la debacle provocada en Argentina que el problema ya excede a la mera dirigencia kirchnerista. Esta se irá antes o después pero ha infectado todo lo que ha tocado. Nos sumió en la banalidad y el cortoplacismo más dramático.
Mientras tanto, la realidad sigue anclando al pasado y postergando el mañana. Ofrecen ley de Medios, listas negras, mapamundis nuevos, y proclaman a viva voz el derecho a la igualdad cuando lo que importa es el derecho a las diferencias, máxime en un régimen que se supone democrático.
Es en este contexto donde, el ciudadano harto, advierte que han dilapidado diez años y condenado a un futuro que se limita a cómo llegar a fin de año. El problema ya no radica exclusivamente en una economía que se hace trizas sino también en la reacción de aquellos que, de pronto, se descubren en medio de una contienda donde la violencia se radicaliza. El clima asfixia.
El más mínimo detalle que se le critique o cuestione al oficialismo catapulta y etiqueta. Una coma que se atreva a modificarse a su discurso, sitúa en el banquillo de los acusados y estigmatiza. Nunca mejor empleado el ejemplo del embarazo: no se puede estar más o menos a favor. Es decir, no se puede disentir en nada. Las opciones se reducen drásticamente: “sos K o sos anti K”, y la opción equivale a los dados cuando ya se han echado. No hay marcha atrás. Como nunca antes, la posición de neutralidad argentina se ha esfumado. Pretender “salvarse” del encasillamiento es utopía, sumirse en la tibieza y, ya se sabe, los tibios no tienen cabida.
El fanatismo se “viraliza”, la guerra en redes sociales se reduce al nivel de aguante. Se multiplican los perfiles aclarando el bando. Ya no se trata de ser “bostero o gallina” sino de pertenecer o no al modelo. A los argumentos se los ha reemplazado por los adjetivos calificativos más soeces. Y al asombro, por el espanto…
En medio de esta ignominia disfrazada de participación ciudadana, el kirchnerismo dirime su estrategia para su único fin: la permanencia. Consciente de no poder ofrecer un mañana, saca de la galera un conejo (ya muerto, claro) y pretende vendernos ahora el descubrimiento de las listas negras mientras configura las propias. Una táctica vieja.
La princesa Bibesco solía repetir: “la caída de Constantinopla es una desgracia que me sucedió la semana pasada“. De ese modo, todo se justificaba. No hace tanto, Juan Cabandié se valió de esta treta para eludir una multa con su auto. Ahora bien, ese ir y venir constante hacia el ayer, ese atrasar las agujas del reloj no es un ejercicio de la memoria conveniente pues no busca conocer lo que pasó para superarlo sino todo lo contrario. Persigue como objetivo, volver a los viejos métodos, recordarlos para luego, nuevamente implementarlos. Es ese uso del recuerdo que consagra un traumatismo.
El sociólogo Pascal Bruckner sostiene que la memoria puede pervertirse de dos formas: por el resentimiento y por la intransigencia. “Cuando lejos de ser la reviviscencia del martirio, se somete a las imposiciones de un régimen agresivo y llega a constituir una categoría de venganza”, y cuando se limita de forma obsesiva a reavivar los sufrimientos, a echar ácido a las heridas para legitimar mejor una voluntad de castigo.
Si todos tuviéramos que rumiar nuestras dolencias no habría paz ni consuelo en el mundo, lo mismo sucedería en las familias al no poder superar las desavenencias recíprocas. Cuando más conmemoramos a los sacrificados del pasado menos vemos a los de la actualidad. Las víctimas de ayer lo son todo, las de hoy son nada. El muerto bajo una bala en los setenta vale más que el que murió esta mañana bajo la bala de un criminal. Es más “nuestro muerto” José Ignacio Rucci que Santiago Urbani por ejemplo (y nombrando a ambos con absoluto respeto).
Esto no puede suceder. Pero esto está sucediendo y a esto nos ha llevado el kirchnerismo. Y lo que acontece en ese sentido es muchísimo más grave y conflictivo que un tipo de cambio desdoblado o fijo…
Esa actitud en lugar de aumentar nuestra sensibilidad frente a las injusticias, nos sumerge en la compasión: “lo que debería ser el vector de nuestra lucidez se convierte en el faro del desapego”. El verdadero valor no consiste en ser un héroe a posteriori, y en aniquilar el terrorismo de Estado de los setenta en el 2013 sino en combatir el totalitarismo de nuestros días.
Hay dos errores que no deberían cometerse: el nivelarlo todo, o sea el elevar cualquier hecho a la categoría de genocidio; y el de creer que todo lo que pasa es insignificante frente a lo que pasó en otros tiempos porque esto acarrea únicamente indiferencia. Esa indiferencia que durante diez años caló hondo en los argentinos y le ha permitido al kirchnerismo hacer lo que quiera a diestra y siniestra porque es un gobierno votado por el pueblo.
Hay que comprender que la alternativa no está entre la memoria que resucita antagonismos, y el olvido que borra las tragedias y absuelve a los verdugos. La única memoria imprescindible es la que mantiene vivo el origen del derecho: una pedagogía de la verdadera democracia, de una inteligencia de la indignación.
El único deber que tenemos para con aquellos años setenta es no repetirlos. Para ello la memoria por sí sola no alcanza. Hace falta un imponderable, un arrebato, algo que nos salve del deshonor y nos lleve a decir basta. Para Bruckner, “ese arrebato inaugural de la libertad es lo que nos dará la medida de nuestra generación”
Y es, en definitiva, aquello que nos absolverá o condenará frente a nuestros hijos e incluso también frente a nosotros mismos