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jueves 16 de agosto de 2012

“Libertad de pensamiento y discusión” Extracto de la obra Sobre la libertad (On Liberty) de John S. Mill.

“En cualquier otra rama del saber humano, las opiniones de los hombres no merecen el nombre de conocimientos si no se ha seguido de antemano un proceso mental —sea forzado por los demás, sea espontáneamente— equivalente a una controversia activa con los adversarios. Si existen, pues, personas que discuten las opiniones recibidas de sus mayores o que lo harían si la ley o la opinión lo permitieran, agradezcámoselo, escuchémosles, y alegrémonos de que alguien haga por nosotros lo que de otra manera (por poco apego que tengamos a la certeza o a la vitalidad de nuestras convicciones) deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más trabajo."Queda todavía por tratar de una de las principales causas que hacen ventajosa la diversidad de opiniones. Esta causa subsistirá hasta que la humanidad entre en una era de progreso intelectual -que parece por el momento a una distancia incalculable-. Hasta ahora no hemos examinado más que dos posibilidades:

1°, que la opinión recibida de los mayores puede ser falsa, y que, por consecuencia, cualquier otra opinión puede ser verdadera.

 2°, que siendo la opinión recibida verdadera, la lucha entre ella y el error opuesto es indispensable para una concepción clara y para un profundo sentimiento de su verdad.

Pero suele ocurrir a menudo que las doctrinas que se contradicen, en lugar de ser una verdadera y la otra falsa, comparten ambas la verdad; entonces, la opinión disidente es necesaria para completar el resto de la verdad, de la cual, sólo una parte es poseída por la doctrina aceptada.

Las opiniones populares, sobre cualquier punto que no sea cognoscible por los sentidos, son a menudo verdaderas, pero casi nunca lo son de modo completo. Ellas contienen una parte de la verdad (bien sea grande; bien, pequeña) pero exagerada, desfigurada y separada de las verdades que deberían acompañarla y limitarla.

Del otro lado, las opiniones heréticas contienen generalmente, algunas de estas verdades suprimidas y abandonadas que, rompiendo sus cadenas, intentan reconciliarse con la verdad contenida en la opinión común, o bien la afrontan como enemiga y se elevan contra ella, afirmándose de manera tan exclusiva como toda la verdad completa.

Este segundo caso ha sido el más común hasta el presente, pues en la mente humana la unilateralidad ha sido siempre la regla, y la plurilateralidad la excepción.

De ahí que, ordinariamente, incluso en los cambios de opinión que la humanidad experimenta, una parte de la verdad se oscurezca mientras aparece otra parte de ella. El progreso mismo, que debería sobreañadirse a la verdad, la mayor parte del tiempo no hace más que sustituir una verdad parcial e incompleta por otra.

Tal mejora consiste simplemente en que el nuevo fragmento de verdad es más necesario, está mejor adaptado a la necesidad del momento, que aquel a quien reemplaza. Éste es el carácter parcial de las opiniones dominantes, incluso cuando reposan sobre una base justa: así, pues, toda opinión que representa algo, por poco que sea, de la verdad que descuida la opinión común, debería ser considerada como preciosa, aunque esta verdad llegase a estar mezclada con algunos errores.

Ningún hombre sensato sentirá indignación por el hecho de que aquellos que nos obligan a preocuparnos de ciertas verdades, que de no ser por ellos se nos hubieran pasado inadvertidas, se descuiden a su vez de algunas que nosotros tenemos bien en cuenta. Más bien, pensará que por ser la opinión popular -que no ve más que un lado de la verdad-, es deseable que las opiniones impopulares sean proclamadas por apóstoles no menos exclusivos, ya que éstos son ordinariamente los más enérgicos y los más capaces de atraer la atención pública hacia la parte de conocimiento que ellos exaltan como si fuera el conocimiento completo.

Así es como, en el siglo XVIII, las paradojas de Jean-Jacques Rousseau, produjeron una explosión saludable en medio de una sociedad cuyas clases todas eran profundas admiradoras de lo que se llama la civilización y de las maravillas de la ciencia, de la literatura, de la filosofía moderna, sin compararse a los antiguos más que para encontrarse muy por encima de ellos.

Rousseau nos rindió el gran servicio de romper la masa compacta de la opinión ciega y de forzar a sus elementos a reconstituirse de una forma mejor y con algunas adiciones. No es que las opiniones admitidas estuviesen más lejos de la verdad que las profesadas por Rousseau; al contrario, estaban más cerca, contenían más verdad positiva y mucho menos error.

Sin embargo, existía en las doctrinas de Rousseau, y se ha incorporado con ella a la corriente de la opinión, un gran número de verdades de las que la opinión popular tenía necesidad; verdades que se han sedimentado, una vez pasado el turbión.

El mérito superior de la vida sencilla y el efecto enervante y desmoralizador de las trabas y de las hipocresías de una sociedad artificial son ideas que después de Rousseau no han abandonado jamás los espíritus cultivados; ellas produjeron un día su efecto, aunque hoy tengan necesidad de ser proclamadas más alto que nunca, y proclamadas con actos; pues las palabras, en este terreno, han perdido casi su poder.

De otra parte, en política, casi es un tópico que un partido de orden y de estabilidad, y un partido de progreso o de reforma son los dos elementos necesarios de un estado político floreciente, hasta que uno u otro haya extendido de tal manera su poderío intelectual que pueda ser a la vez un partido de orden y de progreso, conociendo y distinguiendo lo que se debe conservar y lo que debe ser destruido.

Cada una de estas maneras de pensar consigue su utilidad de los defectos de la otra; pero es principalmente su oposición mutua lo que las mantiene en los límites de la sana razón. Si no se puede expresar con una libertad semejante, o sostener y defender con un talento y una energía igual, todas las opiniones militantes de la vida práctica, bien sean favorables a la democracia o a la aristocracia, a la propiedad o a la legalidad, a la cooperación o a la competición, al lujo o a la abstinencia, al estado o al individuo, a la libertad o a la disciplina, no habrá ninguna oportunidad de que los dos elementos obtengan aquello que les es debido; es seguro que uno de los platillos de la balanza subirá más que el otro. La verdad, en los grandes intereses prácticos de la vida, es ante todo una cuestión de combinación y de conciliación de los extremos; pero muy pocos hombres gozan del suficiente talento e imparcialidad para hacer este acomodo de una manera más o menos correcta: en este caso será llevado a cabo por el procedimiento violento de una lucha entre combatientes que militan bajo banderas hostiles. Si, a propósito de uno de los grandes problemas que se acaban de enumerar, una opinión tiene más derecho que otra a ser, no solamente tolerada, sino también defendida y sostenida, es precisamente aquella que se muestra como la más débil.
Ésa es la opinión que, en este caso, representa los intereses abandonados, el lado del bienestar humano que está en peligro de obtener aún menos de lo que le corresponde."

Ya sé que entre nosotros se toleran las más diferentes opiniones sobre la mayor parte de estos tópicos: lo que prueba, por medio de numerosos ejemplos, y no equívocos precisamente, la universalidad de este hecho: que en el estado actual del espíritu humano no puede llegarse a la posesión de la verdad completa más que a través de la diversidad de opiniones.

"Es probable que los disidentes, que no comparten la aparente unanimidad del mundo sobre un asunto cualquiera, tengan que decir, incluso aunque el mundo esté en lo cierto, alguna cosa que merezca ser escuchada, y es probable también que la verdad perdiera algo con su silencio.”

Un pensamiento muy apropiado para el momento que estamos viviendo…