Lo bueno de lo malo
«Cambiamos”: A juzgar por los últimos acontecimientos, este solo es un verbo en plural que – tanto dirigencia como sociedad -, conjugamos arbitrariamente. Al menos, no parece haber conciencia cabal de las implicancias que acarrea modificar el escenario político nacional. Lo sucedido con las tarifas de la electricidad y el gas graficaron en forma maestra lo que sucede en la Argentina actual. El kirchnerismo no se ha robado solo el patrimonio material sino que ha socavado hasta la lógica más elemental: nada fue, es, ni será gratis en un país que se pretenda normal.
Si acaso el gobierno ha fallado es dable rescatar algo que no sucedió durante doce años: rectificar, dar marcha atrás. A veces el mejor de los caminos solo se alcanza retomando el sendero perdido. Hubo errores que pusieron de manifiesto que no basta con tener los mejores equipos técnicos, también es menester contar con quienes sepan entender una sociedad que perdonó hasta lo indecible al kirchnerismo, y ahora no puede tolerar, por ejemplo, que se comunique mal.
Es paradójico que la misma gente que calló frente al saqueo de reservas del BCRA o al ocultamiento del número de muertos tras un temporal, ahora no acepte un error conceptual del gobierno. Es verdad que nunca se dio prioridad a lo institucional, de ahí que no indigne ver a Hebe de Bonafini viajando a un supuesto coloquio en la costa bonaerense pero no respondiendo al llamado de un juez federal. Un juez que ha dejado al descubierto otro legado del pasado gobierno: el miedo. Un antecedente preocupante si acaso sienta precedente para los pedidos de indagatoria que vendrán.
Lo cierto es que del error debe rescatarse lo elemental: la experiencia. No es la primera vez que Mauricio Macri choca con la misma piedra: le sucedió cuando intentó nombrar dos miembros para la Corte Suprema sin esperar el dictamen del Congreso. Le pasó ahora al querer evitar la convocatoria a audiencias públicas como establece el derecho. Habría que recordar la máxima de Napoleón: “Vísteme despacio que voy de prisa“. Hay un punto medio entre la premura y la desidia. El Presidente debe verlo. Si titular del PRO no escucha o no escuchó debe empezar a hacerlo.
Pero hay otro hito muchísimo más importante que el traspié del gobierno: la recuperación de un pilar esencial para ser un país normal. Y este es el respeto por la ley, el acatamiento a la Justicia cuando obra independientemente de la voluntad del Poder Ejecutivo Nacional. Esto no sucedió durante el mandato anterior, y nadie o muy pocos, fueron capaces de elevar la voz.
Basta un ejemplo: nunca el kirchnerismo aceptó el fallo de la Corte denunciando al entonces gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, y a favor de la restitución del procurador Eduardo Sosa, desplazado del cargo en tiempos en que Néstor Kirchner gobernaba. El máximo tribunal de Justicia fue ignorado siempre que falló en forma adversa al deseo de los Kirchner. Con Cambiemos se recuperó la institucionalidad, base fundamental para la república. El hecho de que no demos valor a ello no lo hace un dato menor.
Hoy este respeto de un poder hacia otro debería ser titular de todos los periódicos porque lamentablemente, la barbarie kirchnerista, ha hecho que lo normal resulte digno de rescatar. Sin embargo, el énfasis parece estar en el traspié del gobierno como si este no estuviese conformado por seres humanos. Una cosa es gobernar mal – de manera sistemática además -, porque es requisito sine qua non para beneficio propio, y otra es equivocarse con los tiempos o quizás con la comprensión del mal social sembrado por la administración anterior. Una cosa es respaldar a un funcionario porque es socio en el robo armado, y otra es lo que sucedió con el titular de la Aduana, Juan Gómez Centurión.
En el seno del macrismo la polémica entre gradualismo y shock es un asunto pendiente de solución. A veces lo bueno es enemigo de lo óptimo y lo urgente se confunde con lo importante. Ahora bien, dejar satisfecho a todo el mundo es algo que ni este ni ningún otro gobierno puede hacer por mejor intención que se tenga. Asimismo hay una realidad que no puede pasarse por alto: la realidad social.
En la sociedad argentina hay un grave conflicto entre lo que se puede y lo que se quiere. Tener luz y no pagar por ella es un anatema. Un sofisma que el kirchnerismo vendió y nosotros compramos voluntariamente. ¿Inocentes o inmaduros? Guste o no hay que apostar por lo último, y encima se nos hace precio porque “cómplices” sería el vocablo perfecto. Hemos sido los inmaduros perpetuos a los que aludía Pascal Bruckner.
No queremos crecer aunque queremos los beneficios de los adultos. Clamamos libertad sin querer hacernos cargos de sus deberes intrínsecos. Creemos que el lloriqueo es el modo más efectivo de conseguir lo deseado, no el esfuerzo. Queremos al Estado benefactor a sabiendas del resultado: la orfandad en todos los planos.
El kirchnerismo creó la costumbre de la gratuidad o del subsidio como beneficio, un capítulo más del relato. Quitar un hábito, destruirlo, es complejo porque forma parte de la rutina personal pero mucho más difícil es cambiar una costumbre pues esta es una construcción social. Requiere de tiempo, el gobierno desconoció eso. Una vez que Pavlov entrenó al perro para que asocie comida o recompensa con el sonido de la campana, no pudo lograr que el animal no reclame su ración diaria al oír doblar las campanas.
La creación de ciertas costumbres durante doce años hace que el gobierno actual necesite duplicar esfuerzos para conseguir cambios, aún cuando estos sean admitidos como necesarios por la sociedad. 8 de cada 10 ciudadanos se mostró satisfecho por el fallo de la Corte frenando la suba de tarifas de gas y electricidad. No es un detalle, es parte de la costumbre arraigada durante un tiempo en exceso largo.
Hay toda una generación que creció bajo la “filosofía” populista de “lo gratis”. Pues bien, ni los recitales en plazas públicas, ni Tecnopolis, ni el canal estatal ni nada que el Estado haga u otorgue, carece de costos para la sociedad. Hasta no hacer comprender esto con mensajes claros y concretos, no habrá forma de que “Cambiemos” sea algo más que un verbo. Y el fracaso, en todo caso, es de todos, excede al gobierno aún cuando no quiera vérselo.
Gabriela Pousa