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martes 9 de septiembre de 2014

Los hijos del odio

Los hijos del odio

Muchos de los que conducen  los destinos del gobierno se han criado bajo la cultura  del rencor y el resentimiento

Se cansaron de escuchar desde  niños que el progreso ajeno no es producto del mérito  propio, sino de la suerte, la herencia, los negociados o  la picardía. Unas pocas veces ese contaminante relato  se ajusta a los hechos. En la mayoría de los casos  tiene que ver con merecimientos genuinos que deberían  ser reconocidos sin atenuantes.

Han vivido en  un ambiente plagado de odios, de desprecio hacia los demás,  trasladando sus propias frustraciones y ejercitando una  crítica despiadada hacia cualquiera que consiga algo  valedero para sí mismo.

Alegrarse por los  triunfos de otros no era parte de la rutina, ni siquiera  cuando fueran parientes o amigos. Invariablemente, frente  a ese éxito, se desplegaba una generosa lista de argumentos  que explicaban lo logrado, minimizando sus méritos  y teorizando sobre cómo lo habían obtenido.

Se trata de un sentimiento absolutamente negativo.  Resulta muy grave lo incontrolable de esa actitud. Su portador  sabe que no es una virtud, y por lo tanto que no puede estar  orgulloso de ello. Sin embargo es más fuerte que él,  no puede manejarlo, no soporta la gloria de los demás,  lo enfada, se molesta, le nace algo desde adentro que lo  lleva a rechazarlo de plano.

Si bien le encantaría  disfrutar de la prosperidad de ese amigo, conocido o familiar,  no lo logra pese a sus deseos. Le resulta imposible evitarlo,  le genera una enorme inquina que lo inunda de un malestar  gigantesco.

Son demasiadas décadas transmitiendo  a sus hijos estas inmorales imposturas como para que cuando  gobiernan no terminen llevando esa enorme carga tóxica  al accionar público.

Es por eso que intentan  siempre limitar las ganancias, promueven proyectos que implementan  esa visión y sólo saben saquear a los que más  tienen para reasignar arbitrariamente dineros para dárselos  a los que menos tienen como si se tratara de recursos propios.  Han llevado su mirada doméstica al territorio práctico  de la política, esa que les permite el ejercicio efectivo  de sus profundas creencias.

Las sociedades que  creen que se desarrollan cuando todos avanzan y no cuando  se detiene a los que van un poco más rápido, son  las que han demostrado mejores resultados no sólo en  el campo de lo económico, sino también en lo social  y cultural.

Los gobernantes en esas naciones  saben que cuanto mayor sea el estimulo a los que triunfan,  esa será la matriz a imitar, esos serán los incentivos  que la sociedad percibirá e intentará replicar  en sus vidas personales.

La clase dirigente  de ciertos países, no visualiza el crecimiento como  el resultado natural del esfuerzo sino que cree que la redistribución  discrecional de riquezas resolverá la pobreza contra  la que dicen luchar.

Y no es que no sepan de  economía o no entiendan el mundo de los números.  Es mucho más simple. Disfrutan regulándolo todo,  reglamentando lo que sea, para complicarle el trayecto a  recorrer a los que intentan abrirse paso hacia el futuro.

Quieren que una significativa mayoría de la  sociedad les deba favores, que los más pobres crean  que sus dirigentes políticos se encargarán de  evitar que otros crezcan, poniendo límites a sus ambiciones,  avaricia y egoísmo.

Ellos disfrutan del  poder. Las circunstancias los han colocado en un lugar donde  pueden tomar decisiones, gobernar vidas, y tomarse revancha.  Pondrán todo su esmero en «hacer justicia» pero ya  no para ayudar a que otros tengan oportunidades, sino para  limitar a los exitosos.

Es muy difícil  mejorar en sociedades donde el resentimiento guía a  la gente. Cuando se describe la crisis moral que viven estas  comunidades, se está diciendo que la maldad se ha apoderado  de lo cotidiano.

La clase gobernante no es una  simple minoría. Muy por el contrario, es la expresión  más representativa de lo que piensan los más.  No es saludable ufanarse de la envidia. Por eso nadie lo  admite a y se intenta ocultarla.

Si realmente  la idea es que los gobernantes modifiquen esa inercia que  los lleva a impedir el crecimiento de los demás y nivelar  hacia abajo, habrá que hacer algo más que quejarse  y describir la realidad como único instrumento.

La tarea que viene no es sencilla. Todos tienen  alguna cuota de responsabilidad en esto. Tal vez un decisivo  primer paso sea empezar dando el ejemplo para comportarse  como corresponde, intentando que las actitudes positivas  inunden la cotidianeidad. Una evolución implicaría  aplaudir el éxito ajeno, estimular a los que hacen  las cosas bien, destacarlos en público y vencer el  insensato pudor que invita a hacerse los distraídos.  Es probable que no se cambie todo de la noche a la mañana,  pero si las nuevas generaciones empiezan a escuchar otros  acordes, posiblemente en algún tiempo, gobierne gente  que no tenga tanto rencor, que no se haya preparado toda  la vida para la venganza y se pueda dejar atrás esta  funesta etapa en la que los gobiernos han sido secuestrados  por los hijos del odio.