Cuando desde el centro del poder político se impulsa el ensimismamiento en los hechos del pasado y se amenaza con sanciones a quien ose discutir las posturas oficiales, inexorablemente se empieza a transitar el camino de la intolerancia para imponer un proyecto autoritario.
En ese sendero, el caminante siempre toma un rumbo equivocado.
Comienza por exaltar el deseo de castigo y pronto corre el riesgo de convertirlo en venganza, que pretende denostar a otros como satisfacción por lo que uno declara haber recibido. Luego pasa a sentir resentimiento, que implica odiar de tal manera a quienes nos ofendieron que ya no importa soportar un grave daño personal con tal de que ellos también lo sufran.
El deseo de venganza y el resentimiento implican una actitud negativa. Rechazan la reconciliación porque ella significa perdonar y volver al respeto mutuo después de que el culpable se haya arrepentido, reconozca sus culpas y exprese el propósito sincero de no volver a hacerlo.
El resentimiento desfigura el rostro y oprime la conciencia con una crispación permanente, predisponiendo a gobernar contrariando el mandato supremo de “constituir la unión nacional, afianzar la justicia y consolidar la paz interior para nosotros, para nuestra posteridad y todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Es un impulso que provoca una profunda división de la sociedad en dos bandos.
Uno de ellos, constituido por personas que sienten enojo, rabia y aversión por los poderes que otros puedan ejercer sobre ellas y por los límites reales o aparentes que otros ponen a su propia libertad responsable. Son individuos que no aceptan que los pisoteen.
El otro grupo está formado por personas que se oponen a un orden social basado en la libertad porque no creen que los individuos deban elegir su propio destino. Están contra el mercado tanto si saben cómo funciona como si no lo saben. Objetan lo mismo a un mercado que funcione bien como a otro que fracasa, porque su posición ideológica no acepta el derecho a la libre elección ya que piensan que sus propios valores son superiores y debieran imponerse a los demás.
El elemento esencial que distingue a un grupo de otro es el rechazo de la noción de que a los individuos debiera permitírseles determinar sus propios valores, independientemente de la colectividad, porque presumen que sólo ella está dirigida hacia la búsqueda del bien y de la verdad.
Sin embargo, las personas que integran este segundo grupo pueden experimentar una conversión profunda cuando comienzan a darse cuenta de que la colectividad idealizada no existe ni puede existir, que el Estado no es un ente de existencia real sino una estructura formada por políticos, que los políticos son exactamente iguales a los hombres de otras profesiones y que ellos continúan priorizando sus intereses individuales por más despreciables que sean. Cuando esto ocurre, esa persona honesta pero equivocada, cambia de parecer y renuncia a sus esquemas colectivistas.
Uno de los temas más sensibles y donde estas cuestiones se expresan de manera más intensa es el de la solidaridad, bandera agitada enfáticamente por los partidarios del grupo que intenta imponer su ideología por decreto y exigirla por la fuerza.
Cuando la solidaridad es compulsiva, dejar de ser tal y se convierte en despojo. La verdadera y autentica solidaridad consiste en la adhesión libre y voluntaria de una persona a las aflicciones del prójimo. Reside en la actitud de compartir sus problemas y en la disposición de aliviar los sufrimientos ajenos.
No se trata de un sentimiento romántico sino de auténticas prácticas sociales sin las cuales la vida en sociedad se convertiría en ley de la selva. Tales prácticas, convertidas en hábitos, se denominan virtudes sociales, cuyo ejemplo supremo debiera darse desde las más encumbradas magistraturas.
El filosofo alemán Max Scheler, nacido en 1874 y muerto prematuramente en 1928, describió magistralmente esas virtudes sociales en sus obras “El trastorno de los valores”, “De lo eterno en el hombre” y “Esencia y formas de la simpatía”, que son las que contribuyeron a difundir ese término políticamente tan publicitado que se llama “solidaridad”.
La vigencia de las virtudes sociales no sólo es conveniente sino imprescindible para que en la sociedad opere lo que el mismo Scheler llamó “la empatía”, esto es, un estado de ánimo mental por el cual cada uno de nosotros se identifica con los demás y se siente reconfortado por formar parte de un mismo pueblo. De esa profunda intimidad surge el impulso solidario.
Cuatro son las virtudes sociales analizadas por Max Scheler:
1º. La conciencia de la responsabilidad personal lleva a que cada uno cumpla con su propio deber, asumiendo sus fallas sin echar la culpa a otros por los propios errores.
2º. El respeto que consiste en la actitud deferente con que se trata a los demás en razón de su saber, de su edad o de sus méritos, absteniéndose de ofenderlos porque se les reconoce la dignidad y el decoro.
3º. La humildad en el trato social que lleva a los más encumbrados personajes a reconocer los méritos de los demás, incluyendo los más pequeños y humildes, y comprendiendo que muchísimo de lo que ellos poseen constituye un don recibido sin méritos propios.
4º. Por último, la compasión o el espíritu de piedad hacia el prójimo necesitado, a quien se le debe la ayuda fraterna porque cada uno debe obrar con las desgracias ajenas como quisiera que se hiciera con las propias.
Responsabilidad individual, respeto, humildad y compasión son las cuatro virtudes sociales que hoy están ausentes del escenario público argentino y cuya urgente recuperación es tan imprescindible como el estímulo de las inversiones económicas para poder crecer.
El 24M es importantísimo que recuperemos esas virtudes y que las mismas sean proclamadas e incorporadas lealmente en las vidas de nuestras autoridades públicas para que no se siga alentando la división del pueblo argentino y se permita que, en unión y libertad, cada uno de nosotros pueda desarrollar y alcanzar su propio e inalienable proyecto de vida. © www.economiaparatodos.com.ar
Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario. |