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jueves 29 de marzo de 2007

Más allá de un dólar alto

Cercada por un elevado tipo de cambio, la economía argentina muestra niveles de crecimiento récord. Pero la discrecional intervención del Estado inhibe inversiones, la productividad se resiente y la favorable coyuntura internacional parece supeditada a los votos que promete la vigorización del mercado interno.

Indudablemente, la Argentina registra indicadores económicos sorprendentes tras su pronta recuperación. Si bien es cierto que algo parecido ocurre al unísono en otros países, incluso de Latinoamérica, no puede menos que llamar la atención -acaso como prerrequisito de lo acaecido en nuestro país- la permanencia de superávits fiscales extendidos por ya casi más de cuatro años. Otro récord se instala sobre los ratios de crecimiento económico, que si bien devienen de una caída inusitada, y siquiera atemperan mínimamente por ahora las brechas de distribución del ingreso, no dejan de fulgurar en porcentuales absolutos en los anotadores del Banco Mundial. La estrategia de este gobierno, y de antes también, se recuesta sobre la franciscana modestia de un tipo de cambio alto. Al menos más alto del que debiéramos tener en caso de que el Banco Central no comprara diariamente enormes cantidades de reservas con emisión por sobre las posibilidades que brindan los genuinos superávits gubernamentales.

Lo increíble del asunto es que apenas un reajuste de esta clave macroeconómica habría sido suficiente para despertar la resiliencia de un país rico en potencialidades. La verdad a voces es que el tipo de cambio alto dificulta las importaciones y, en reemplazo, habilita la apertura de fábricas domésticas. Es también la causa de amplios contingentes de turistas extranjeros, o la cuasi obligatoriedad para sus habitantes de veranear en la costa atlántica. Es un aliciente de exportación al poner los costos internos de producción muy baratos medidos en dólares; por ende, los salarios son alcanzados por esta condición en tanto que alimentos como la carne, la leche y los cereales son caros porque bien pueden venderse fuera, donde -en dólares- se paga más por ellos. Algo parecido ocurre con la tecnología, que tiene precios mundiales un tanto inaccesibles para nuestro poder de compra. En resumen: fabricamos dentro, veraneamos dentro y sólo exportamos lo que no consumimos dentro. El sesgo hacia una economía más cerrada está bien claro desde el predominante elogio a su nivel de actividad por encima de sus niveles de eficiencia.

Sin embargo, ante el rasgo inocultable de un pueblo mayoritariamente más pobre, el Gobierno debe asegurar precios básicos admisibles a sus escuálidos bolsillos. Ése parece ser el mandato político en el ánimo de conservar votos, y a eso se debe la locura de evitar las exportaciones que el mismo dólar alto favorece. Entonces, todas las retenciones que castigan la exportación de energías o de productos de la cadena agroindustrial -en la medida que afecten en precios y escasez al consumo interno- vienen ex profeso a quitar rentabilidad, con el costo de mitigar el crecimiento que el dólar alto prometía. Atado a ese mismo mercado interno que se intenta resguardar en función de las restricciones que significan los salarios bajos, el Gobierno congela también precios de servicios públicos para los consumidores y en parte para los productores, ampliándoles posibilidades de negocios ya acentuadas desde el alejamiento del fantasma de la competencia internacional.

Bajo este contexto bien heterodoxo, las suertes de los distintos sectores correrán bien disímiles según sea la discrecional intervención estatal que caiga sobre ellos.

Por ejemplo la soja es un negocio formidable, especialmente en las zonas núcleos, a pesar de las retenciones; en tanto que la ganadería que pudiera serlo igualmente está cooptada de crecer para que la gente pueda seguir comiendo por algún tiempo más carne barata. Su consecuencia es simple de imaginar. Más soja en los campos y menos vacas, al punto de que los rodeos ganaderos hace largo rato que no crecen en número. Algo parecido en adelante sucederá con los pollos, tambos y cerdos, cuyo desarrollo imprime la necesidad de subsidios -al igual que el transporte público o la energía- para poder producirse y venderse en los términos acotados que ofrece el mercado local.

Un criterio parecido impera para el encuadramiento de los servicios públicos. Así sus proveedores internacionales, a falta del reacomodamiento de las tarifas, marcaron mayoritariamente sus retiradas para acabar reemplazados por empresarios locales o por el Estado mismo, más afecto a negociar subsidios que a validar precios en el mercado.

Los ganadores de este modelo, que por cierto son pocos en número, han volcado su rentabilidad en la construcción, lo que provoca el boom ya conocido. Conocido es también el derrame que tal sector perfecciona sobre otros en cuanto a la generación de mano de obra, como así lo hace también el campo con la metalmecánica, y ambos con la siderurgia.

Nótese qué interesante es ver cómo aquellas condiciones del mundo que nos muestran en continuo crecimiento son aptas para explicar la benéfica elevación del precio de nuestros commodities y, al mismo tiempo, para dar cuenta de las inversiones en propiedades urbanas y rurales a manos de extranjeros que descubren esta zona de momento subvaluada.

Son los costos relativamente bajos en pesos ante precios internacionales altos en dólares los que también explican el buen momento de la minería o, por caso, de la vitivinicultura, en especial de vinos de alta gama que lucen baratos al mundo aunque prohibitivos para la generalidad del consumidor argentino. Es decir, se pueden hacer vinos para dentro y fuera a distintos precios, pero no es tan fácil el fenómeno cuando hablamos de leche o carne, lo que trasunta en las dificultades que experimenta el desarrollo de dichas actividades a causa de las condiciones políticas que impone su demanda interna.

Por su parte, el empleo está ciertamente más recuperado. Aunque el ascenso de salarios aún apremia en procura de su total recomposición, es dable comprender de momento cómo la elevación de sus pisos mínimos, inmediatamente trasladados al consumo, justifica el buen repunte de las ventas en todos los servicios, lo que luego se transforma en mejores márgenes del comercio o en mayores facturaciones del esparcimiento o del turismo. Todo es rebosante en actividad económica como hacía rato no se veía. A pesar de ello, su sombría contracara espera y amenaza silenciosa en la medida que ello implique incrementos de costos internos de producción. Entonces, la rentabilidad de los distintos sectores ante un dólar que no se puede subir eternamente comenzará a jaquear al modelo y mostrará que las verdaderas fuentes de cualquier crecimiento sostenible son más la competencia y la inversión que un mero dólar por encima de su precio de equilibrio.

Porque, lamentablemente, no es mágica la suerte que opera la reconstitución del bienestar generalizado de la gente, sino que obedece a saltos de productividad en los rendimientos de todos los factores productivos, sólo estimulables genuinamente desde más competencia e inversión.

Como a nuestro juicio dicha inversión productiva está retaceada en aquellos sectores donde el Estado interviene a su conveniencia política -para esquilmarlos impositivamente o eximirlos de competencia o bien subsidiarlos siempre artificialmente-, tal discrecionalidad reduce los estímulos a inversiones que hacen saludable a la economía en el largo plazo. Si la vigorización del mercado interno, siempre amigable con los votos, va más rápido que el proceso de reinversiones que profundice la productividad en los costados internacionalmente más competitivos, llegará inexorablemente el día en que la cuerda que motoriza a este modelo comience a detenerse.

Si eso algún día sucede, notaremos lo distraídos que estuvimos para aprovechar la excepcional oportunidad que actualmente el mundo entero está ofreciendo a países de nuestras características.

No es momento de desesperar todavía, ante la evidencia de algunos sectores auténticamente convertidos en receptores de inversiones importantes -también identificables por sus recurrentes reclamos de mejoramiento de la infraestructura- en la medida que permanecen alineados con la marcha de la globalización. Pero, concomitantemente, en muchos otros sectores preocupan las posibilidades desperdiciadas, que permanecen soterradas bajo la gestión de un gobierno hasta ahora más ocupado en conservar su inmediata aceptación política que en desarrollar una Argentina económicamente sustentable y equitativa.

Acaso lo inquietante del asunto surja de ver cómo tales interrogantes podrían tener una respuesta desde lo fáctico de los actuales resultados y otra, algo diferente, desde las tendencias políticas que van orientando la gestación de los negocios en nuestro país, las que suelen ser el anticipado anuncio de lo por venir. © www.economiaparatodos.com.ar

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