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jueves 24 de noviembre de 2005

¿Nos cansaremos?

Sin excepción, todos los presidentes argentinos desde 1983 en adelante fueron colocados en un pedestal en los inicios de sus mandatos. Más tarde o más temprano, sin embargo, la sociedad se cansó de todos ellos. ¿Volverá a suceder lo mismo con Néstor Kirchner?

Los años de la democracia argentina después de 1983 han sido un largo eslabonamiento de encantamientos y cansancios. Primero, el civismo de Alfonsín mientras transcurrían los últimos estertores del gobierno militar conmovió a la sociedad. El recitado del Preámbulo de la Constitución, con su tono emocionado enlazando los abiertos objetivos de los constituyentes originales, parecía un soplo de frescura a tanta grisura, a tanto bajo fondo.

Los argentinos nos embarcamos en la creencia de que la convicción del luego elegido presidente acerca de que con la democracia se comía, se educaba y se curaba era una verdad incontrastable que sólo hacía falta poner en marcha para ver sus resultados.

Nadie nunca –ni Perón– había convocado las multitudes de Alfonsín. Aquellas convocatorias eran la expresión exterior de la “democratitis” que la sociedad argentina empezaba a transitar. Por oposición al régimen militar, todo lo que conllevara las (aparentes) formas de la ley, de las reglas y de la juridicidad encendía los espíritus y las esperanzas.

Durante el desarrollo de su caótica presidencia, los ánimos cambiaron. La decadencia, la falta de color, el igualitarismo inútil, la inoperancia y, en algunos casos, la directa ignorancia de los aspectos prácticos más elementales del manejo económico, hundieron el optimismo, sepultaron las sonrisas y las cambiaron por bronca y por una verdadera percepción del colapso.

Nadie recordó en ese momento al presidente cívico, al recitador del Preámbulo o al representante de la legalidad. Nadie reconocía haber votado por él. Todos reclamaban resultados. El mundo era una explosión de libertad y de mercados en ebullición. La Argentina continuaba aislada y envuelta en la distribución de migajas.

Alfonsín terminó yéndose de su cargo seis meses antes de que terminara su mandato.

El nuevo optimismo llegó de la mano de una onda mundial de color y de apuesta a la iniciativa individual. La sociedad se embarcó en la creencia de que toda estructura burocrática y estatal era una especie de chaleco de fuerza a las ingeniosidades individuales, que podían sacarnos del marasmo y la quietud.

La nueva esperanza la encarnó Menem. Había llegado al gobierno envuelto en una suma de ambigüedades. Muchos de sus posteriores frecuentadores habían jurado irse del país si él ganaba la presidencia. Pero Menem leyó el mundo y se acomodó. Tuvo algunas vivacidades propias de un pícaro y algunos aciertos productos de su olfato.

Acertó al dominar el cáncer que carcomía desde hacía décadas las esperanzas argentinas: la inflación. Aprovechó el colapso de la creencia socialista de la sociedad acerca de la intervención del Estado en la economía y privatizó los activos de servicios públicos que estaban a punto de dejar al país sin energía, sin teléfonos y sin agua. Dolarizó de hecho el circulante y domó a los sindicalistas y a la patria contratista. Inició una integración de la Argentina a una corriente mundial de comercio y apostó a la inversión.

Pero olvidó quitar de su persona al caudillo de provincia. Nunca entendió que la revolución de las estructuras económicas que proponía era incompatible con el paternalismo de la perpetuidad del poder. Por retenerlo, rifó la profundización de las reformas y el proyecto abortado comenzó a entregar defectos y agotamientos.

La sociedad volvió a cansarse. Volvieron a prenderle los viejos discursos del colectivismo. El glosario exagerado o verdadero de la corrupción fue el camino elegido para demostrar el nuevo cansancio. La nueva infección fue la “privatitis”. La sociedad se reveló contra todo lo que oliera a lo que Menem había encarnado. Prácticamente, se identificó al mercado libre con la delincuencia: la prueba palpable de que las frustraciones horadan hasta los pliegues más íntimos de la razón.

La nueva oleada bandeó a la sociedad y a sus quimeras hacia la “decentitis”. Ahora sólo importaba la honradez para dejar atrás los males de otra década considerada perdida. Se hizo un sinónimo entre la decencia y lo público. Una sofisticada acción que involucró a la cultura y a los medios logró convencer a la mayoría social de que todo lo privado olía a corrupto. El sempiterno senador De la Rúa fue quien recibió los beneficios del nuevo cansancio y de la nueva moda. Unido a una imagen de decencia y de moderación, la sociedad creyó ver en él la personificación misma del camino al éxito. Ahora de la mano de la honestidad y de la no-frivolidad, sólo podía augurarse un futuro promisorio.

La nueva ola duró poco. Tanta abulia, tanta indecisión, convencieron a los argentinos de que una cosa es la moderación y la equidistancia razonable, y otra muy distinta la indefinición, la lentitud y el quietismo absurdo. El próximo bandazo terminó con De la Rúa dos años antes de lo previsto. Ahora se pediría hiperactividad por oposición a la quietud, insolencia como contrapartida a los buenos modales y autoritarismo como respuesta a la falta total de autoridad.

El nuevo bendecido fue Kirchner, un hiperactivo, insolente y autoritario que vendría a poner a la Argentina en la senda de la esperanza.

¿Nos cansaremos también de tanto griterio, de tanta grosería y de tanto mal gusto? ¿Será Kirchner una futura víctima de una sociedad que endiosa a sus presidentes por sus formas y los sepulta por sus resultados?

Todos los presidentes de la democracia argentina posterior a 1983 fueron intocables en su momento. “Lo mejor que nos podría haber pasado”, “las personas justas para la Argentina”. Todos terminaron hundidos por la misma opinión pública que los había entronizado.

Ojalá que un día nos cansemos del mal gusto. Nadie desea que ese hartazgo venga de la mano de un fracaso que le cueste vidas y fortunas a los argentinos. Pero hablaría muy bien de nosotros que un día, así como nos cansamos de quienes creíamos que encarnaban el civismo, el desarrollo y la decencia, también nos cansemos de tanto destrato y de tanta grosería. Ojalá que un día nos demos cuenta de que el grito no es autoridad, que la soberbia no es superioridad y que la prepotencia no es valentía. Ojalá la sociedad encuentre rápido a quien personifique esos valores de verdad y ya deje de engañarse con el oropel de la mentira. © www.economiaparatodos.com.ar




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