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jueves 16 de abril de 2009

Nostalgia de viejos valores

Una anécdota de Miguel de Unamuno para añorar épocas mejores en las que el honor y la dignidad prevalecían sobre la mentira, la excusa y la mala fe.

Cuando el sepelio del ex presidente Raúl Alfonsín recorría la avenida Callao, el ambiente se impregnaba con un estremecedor sentimiento de emoción en un marco de solemnidad y decoro.

La ternura del recuerdo penetraba, como una oleada cálida y pertinaz, en lo profundo del alma de todos los que participaban del cortejo póstumo.

Mucho se escribió sobre este inesperado fenómeno de multitudinaria y espontánea adhesión. Pero es innegable que el sentimiento dominante no era el homenaje a un gobernante exitoso. Tampoco la celebración de antiguas victorias electorales. Mucho menos la exaltación de sus triunfos económicos.

Era la añoranza de viejos valores, encarnados en una persona con trayectoria pública y privada honesta, condensada en la templanza y frugalidad de su vida.

Parecía que esos restos mortales, depositados sobre la cureña de un vehículo militar, nos reprochaban evangélicamente diciéndonos: ¡No estén tristes por mí, sino por ustedes mismos y por sus hijos!

La vida austera y respetuosa de Alfonsín contrastaba formidablemente con la frivolidad de muchos personajes públicos de hoy. Chocaba con la prepotencia de gobernantes soberbios. Se contraponía con la insolencia de los ignorantes, ambiciosos de poder. Y ponía en evidencia la avaricia de espíritus miserables cuya única idoneidad consiste en comprar adhesiones electorales mediante dinero que no es propio.

El sepelio fue un reclamo unánime para que los viejos valores vuelvan a tener vigencia. Entonces, volvió a mi memoria el recuerdo de un antiguo relato y no pude dejar de relacionar gestos de nobleza del pasado con la ruindad del presente.

El relato

Don Miguel de Unamuno, hombre de vida austera y acostumbrado a decir verdades sin tapujos, se enojaran u ofendieran quienes fuesen los interlocutores, nació en Bilbao en 1864 y murió en Salamanca en 1936. Fue autor de libros apasionados como “Del sentimiento trágico de la vida”, “Romancero del destierro”, “Amor y pedagogía”, “Tía Tula” y “San Manuel Bueno, mártir”. Por sobre todo, fue Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca y profesor de filología griega. Era un agnóstico sincero que buscaba desesperadamente la fe.

Un día, Francisco Manuel, alumno de condición humilde a punto de graduarse, pidió hablar con el adusto rector fuera del horario de clase. El diálogo arrancó de la siguiente manera: “Verá usted, don Miguel, soy hijo de un labriego, hombre tenaz y honrado. Somos siete hermanos, seis de los cuales quedaron labrando la dura tierra de Extremadura. Ellos hacen enormes sacrificios para que yo, el menor, pueda estudiar filosofía en Salamanca. Como el dinero no me alcanza, trabajo en una fonda fregando platos y algunas noches cuido personas enfermas. Así puedo pagarme el alojamiento que, como usted sabe, es muy caro porque aquí estudian los señoritos de Europa. Y el próximo martes, don Miguel, tendré que examinarme ante el tribunal que Vd. preside. Con todo rubor, tengo que decirle que no he preparado la materia… y que voy al examen como un desvergonzado. Pero, usted verá…. mi padre sabe que ésta es mi última prueba. Vendrá a verme con el mismo traje que vestía cuando se casó. Está orgulloso de que el hijo de un labriego pueda volver al terruño con un título universitario. Me dice que éste es el mejor homenaje que puede hacerle a mi santa madre, que la muerte nos arrebató de pequeños. No puedo fallarle, don Miguel, porque su dolor sería inconsolable. De manera que si usted me ayuda yo podría dar con brillantez la lección que me indique”.

Unamuno, enjuto como el Quijote, curtido por el frío y los soles abrasadores, se quedó sin habla. “¡Qué tío éste! ¡Parece el lazarillo de Tormes!”, se dijo. Y, para sus adentros, pensó: “Es un verdadero pillo que quiere sobornarme apostando a enternecerme”.

Comprendiendo el embarazo del viejo profesor, Francisco Manuel se puso colorado de vergüenza y arrepentido de lo que había dicho cambió su pedido: “Mire usted, don Miguel, hágame dos preguntas muy agudas que yo trastabillaré y las dejaré sin responder. Entonces, póngame un aplazo. Le explicaré a mi padre que lo sabía todo muy bien, pero que los nervios me traicionaron y quedé mudo. Juro por lo más sagrado que eso le conformará”.

Unamuno no salía del asombro y permaneció muy serio. Por unos minutos, pareció el Padre Eterno presidiendo el Juicio Universal. Reflexionó, dudó y se indignó profundamente en su interior. Pensó en el atrevimiento de ese jovenzuelo, que quizá intentaba engañarlo como a un crío. Pero, al mismo tiempo, se le cruzó otra idea: que tal vez se tratase de alguien de candorosa sinceridad, propia de individuos tan simples como los labriegos extremeños. Al fin, maestro de juventudes, el filósofo apuesta a creerle y le dice: “Mira, hijo, te tomaré la lección número diecisiete y que no se hable más del caso porque, por Cristo, que te partiré la crisma en mil pedazos”.

Pasaron los días y llegó la fecha del examen. El aula magna, con su maravillosa arquitectura plateresca donde lucen el medallón con el yugo de Fernando y las flechas de Isabel, estaba repleta de los alumnos y sus familiares.

Unamuno, por tres veces severo rector, presidía el Tribunal y no dejaba traslucir los sentimientos que podrían afectar la solemnidad del acto. “A ver, que pase don Francisco Manuel”, bramó con estentórea voz. Desde el fondo del aula se vio avanzar, con paso vacilante, a un joven modestamente vestido.

–Bueno, Paco, has sido un buen alumno y éste es tu último examen, si rindes bien vestirás la toga de Salamanca, la primera universidad de Europa. Si repruebas, habrás perdido el tiempo. Anda, que voy a examinarte… Si estás listo, expón la lección número diecisiete.

Silencio sepulcral por parte de Francisco.

Molesto, don Miguel repitió otra vez con voz de trueno: “¿Haz oído, Paco, que te he dicho la lección número diecisiete?”. De nuevo silencio y la mirada avergonzada al suelo. “¿Qué te pasa, chaval? ¡Ven aquí!”, ordenó. Habló entonces, con susurros, al oído del conturbado alumno.

–¿Acaso no habíamos quedado que te iba a pedir la lección diecisiete…? ¿O me he equivocado de número?

–No, don Miguel –le dijo Francisco en voz tan baja que apenas se oyó– tiene usted razón. Pero mi padre está muriéndose y por eso ya nunca más podrá venir a Salamanca. Conozco de memoria la lección número diecisiete y –comenzó a sollozar– puedo repetirla brillantemente… Sin embargo, no debo faltarle el respeto a usted y le pido que me recuse, porque moriría de vergüenza si le engañase y mancillase su dignidad.

Entonces, al rígido y exigente rector de la Universidad Magnífica de Salamanca, don Miguel de Unamuno, se le nublaron los ojos de lágrimas, suspiró profundamente y, al cabo de unos instantes, con mano firme escribió “cero” en la plantilla humedecida que el alumno Francisco Manuel le presentó.

De la inmensa concurrencia surgió un murmullo de asombro. Don Miguel de Unamuno, repuesto de ese momento fugaz, volvió a sentarse, tragó saliva y con voz estentórea siguió diciendo: “¡A ver, que pase Iñaki Goikoetxea!”. Mientras, Francisco, cabizbajo, con el alma destrozada y el llanto contenido, se retiró del aula magna camino a casa, donde agonizaba su padre, sin que nunca jamás en la vida pudiera cumplir el sueño de graduarse en la Universidad de Salamanca.

Reflexiones

¿El alumno era un audaz que quiso engañar a don Miguel y luego se arrepintió? ¿El comportamiento de Francisco Manuel es una felonía o un ejemplo de nobleza? ¿Por qué don Miguel de Unamuno, austero rector de Salamanca, aceptó un trato tan descabellado? ¿Fue chochera de viejo o un gesto de esperanza en la juventud de Paco?

Qué caso tan dramático. Este relato emociona y estremece nuestros sentimientos. ¿En qué mundo de valores morales vivían esos hombres? Valores que hoy en día no existen… pero que añoramos como el Paraíso perdido. ¡Cuánta nostalgia nos invade cuando descubrimos cómo era esa época y cómo eran esos hombres!

Es que en ellos no cuadraba para nada la mentira, la excusa ni la mala fe, sino el honor y la dignidad, que son más importantes que el dinero, el poder y la vanidad porque son la fortuna del alma.

Cualquier comparación con la Argentina oficial de hoy en día nos llena de espanto y fortalece el espíritu para desear el retorno de días mejores. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad.

Fuente: Este relato –plagado de innumerables licencias y fallas de memoria– fue recogido de boca de don Julián Marías el 3 de junio de 1997, en las bambalinas del teatro Príncipe de Asturias de Parque España, cuando visitó por última vez la ciudad de Rosario para dictar una conferencia sobre “La filosofía de Leibnitz frente a los utilitaristas ingleses”. Marías lo conoció, a su vez, por la hija de Unamuno.
El filósofo español Julián Marías era discípulo de Ortega y Gasset. Estuvo vinculado a ESEADE de Argentina, cuyo acto de graduación presidió en una oportunidad. Fue senador vitalicio de España, por el rey Juan Carlos I. Visitó varias veces Rosario invitado por la Fundación Libertad. Nació en Valladolid en 1914 y murió en Madrid el 15 de diciembre de 2005.

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