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lunes 8 de marzo de 2010

Olvido y perdón

El país ya no aguanta la terminología militar como idioma de las discusiones políticas. El papel de los nuevos líderes debe ser apostar a la grandeza y terminar con los enfrentamientos.

Alguna vez tendrá que ser la primera. Y alguien tendrá que ser el primero.

Sé que eso sonará injusto para esa especie de héroe del renunciamiento: después de aguantar tanto atropello, tanta mentira, tanto retorcimiento de la realidad, tanto de poner en la boca y en los hechos de los demás lo que no han sido más que palabras y hechos propios (dando muestras de una caradurez pocas veces vista), dar vuelta la cara y apostar al olvido y al perdón no será fácil. Pero esa debería ser la gran consigna de la Argentina actual.

“Ni olvido ni perdón” ha sido la paradójica consigna de los que se han vendido como defensores de los derechos humanos. Los Kirchner abrazaron esas banderas por la conveniencia y la demagogia, otros lo habrán hecho por el poder, el dinero o el resentimiento, o por todas esas cosas juntas.

Pero, en todo caso, ese tiempo terminó.

El país ya no aguanta la terminología militar como idioma de las discusiones políticas. Ya no soporta que se hable de “rendiciones incondicionales”, “soldados”, “batallas”, “luchas”, “cuadros”, “militancia”, “militantes”. Todo eso refiere a un tiempo de una Argentina dividida entre amigos y enemigos, dividida por el fascista discurso de la guerra.

La división debe terminarla el que tendría la posibilidad de redoblarla. El depositario del poder nuevo, aquel que podría enrostrar una representatividad novedosa, un paradigma distinto del que blandía el divisionista anterior, ése debe ser el que a la vez cumpla el honroso papel de terminar con la venganza y el que ocupe el injusto lugar de no poder hacer pagar los excesos, las sinvergüenzadas, los atropellos, la caradurez, la mentira y el patoterismo inútil y de mal gusto.

La Argentina necesita un Nelson Mandela, un alma grande que lance su lema de “Invictus” (como el líder sudafricano propuso a partir del Campeonato Mundial de Rugby jugado en su país en 1995, para que un deporte “blanco”, con jugadores y un capitán “blanco”, fuera el eslabón de unión para una sociedad desgarrada por el Apartheid) para cicatrizar de una vez por todas las artificiales heridas de la piel nacional.

La Argentina tiene lastimaduras de mentira. Muy reales, pero a la vez producto de enfrentamientos escenográficos, innecesarios, pensados casi por la mente de quienes han querido jugar a los soldaditos con gente de verdad.

Todo eso no sirve ya para nada. Esa épica estúpida de frases grandilocuentes y discursos rayanos en la inmolación sólo han servido para encender espíritus donde, de otro modo, debería haber habido calma y practicidad.

La sociedad necesita reemplazar este espíritu peleador inútil por una ética de la utilidad. Necesita como el pan, canalizar su indudable energía a la creación de empresas útiles.

Obviamente es difícil dejar impunes los delitos, el robo, los desmanejos administrativos, el despilfarro de recursos, el empobrecimiento del país. Pero en el largo plazo de la Historia ése será el precio más barato, si el reverso de esa medalla es el dejar atrás el enfrentamiento permanente y su reemplazo por un sistema de justicia, de libertad, de seguridad, de vigencia del Derecho y de supremacía de la Constitución.

¿Merecen los Kirchner ser, justamente ellos, los que reciban los beneficios de que, por primera vez, alguien aplique la teoría del olvido y el perdón? No, no lo merecen.

Ellos han llevado al país a un extremo invivible de odios y rabias y han gozado de la impunidad del dinero. Pero no importa. Estoy seguro de que la Argentina saldrá ganando si valora más su futuro que sus ansias, a lo mejor justificadas, de ver en su lugar a quien se ufanó de hacer de esta tierra un lugar definido por su condición de “amigo” o “enemigo”. El país es más valioso que los Kirchner y, desde ya, más valioso aún que la venganza.

La Argentina no puede reeditar esa bipolaridad con nombres nuevos. Mientras gasta su energía en “recordar y condenar” se hierve en un caldo sórdido que impide su desarrollo y aumenta su pobreza.

La olvidable página de los Kirchner debe ser, justamente, olvidada: debe dejarse atrás como un momento de involución que prueba la indudable estupidez humana.

Cuando el país parecía querer cicatrizar las reales pero, al mismo tiempo, artificiales heridas de un pasado de treinta años, un accidente cerebro-vascular colectivo colocó al matrimonio del Sur en el centro de la escena. El péndulo nacional volvió con ellos a las bayonetas. Debe salir de allí urgentemente. Si para hacerlo los Kirchner se benefician al no sentir ellos el poder de las bayonetas inversas, no importa. Será un capítulo que la justicia de los tribunales podrá endosarle a la justicia de la Historia, con quien, por otra parte, la presidente dijo sentirse más cómoda.

Si la oposición -que efectivamente es un conjunto de opositores diversos- logra dejar atrás personalismos chiquitos, estrellatos tontos, y si, sobre todo, logra imaginar un futuro alternativo a tanta bronca y a tanta furia irreal, habrá hecho una enorme contribución a la República. En ese contexto gastar energías en condenar a los Kirchner será una pérdida de tiempo. Que allí queden, balbuceando solos sus necedades, lejos del horizonte de armonía y concordia que los argentinos podamos construir para alcanzar el desarrollo y la abundancia, sin envidias, sin gritos, con diferencias, pero en la seguridad de que nadie ve un enemigo en el otro.

Y por qué no pensar que ver ese horizonte, mezcla de convivencia pacífica y riqueza progresiva disfrutada por todos, no sea la verdadera condena para dos personas que han hecho de su apuesta por el infierno el paradigma de sus vidas. © www.economiaparatodos.com.ar

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