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jueves 24 de mayo de 2007

Patadas

La incitación a la violencia que se desprende de las palabras de algunos de los políticos más encumbrados es un síntoma más del preocupante estado de agresión permanente en que se encuentra inmersa la sociedad argentina.

El presidente Néstor Kirchner, luego de los desmanes en la estación Constitución hace 10 días, dijo que había llegado el momento de “pegar algunas patadas”. Unos días después, el hasta ahora principal aspirante a la presidencia desde la oposición, el ex ministro Roberto Lavagna, afirmó que había que “echar a patadas a los inútiles”, en relación al manejo que el Gobierno había tenido en el caso Skanska.

La recurrente utilización de estas “metáforas” explica por sí sola una manera de entender la convivencia que tenemos los argentinos. Nada menos que el presidente y una altísima figura de la política nacional, cuyos principales objetivos deberían ser la defensa de la ley, del orden jurídico y de la paz social, no tienen mejor idea que invocar las patadas como manera de resolver conflictos y de buscar soluciones.

El gran avance de la civilización en los últimos 400 años ha consistido, precisamente, en pasar de un sistema violento de resolución de los conflictos a uno racional, en donde la vigencia de un orden jurídico igualitario, conocido de antemano y aplicado por un poder judicial imparcial, garantiza la paz y la concordia social.

Que los actores sociales víctimas de pasiones momentáneas tengan arranques pasionales de regresión a la Edad Media puede ser más o menos entendible, pero que aquellos que tienen que conducir los destinos del país apliquen los principios de la bravuconada para encender los más bajos instintos de las personas es algo que no puede tolerarse.

La Argentina atraviesa por bolsones de violencia nunca antes vistos. Desde las características que han tomado los delitos comunes hasta las expresiones callejeras de piqueteros, sindicalistas, activistas políticos y la propia gente común en sus tratos cotidianos, todo demuestra un nivel de agresión que pone en verdadero peligro la mismísima convivencia y la existencia de una verdadera sociedad.

El presidente debería contar entre sus primeros deberes contribuir a la concordia, ser el ejemplo de todos los argentinos y apelar al sosiego y a la reflexión. Estar permanentemente echando leña al fuego con discursos crispados, frases altisonantes y expresiones burdas que incitan a la violencia de unos contra otros no contribuye a que la Argentina recupere la tranquilidad de espíritu necesaria para crecer y vivir mejor.

¿A quién quiere agarrar a patadas el presidente? ¿Es ésa una forma republicana de poner las cosas en su lugar? ¿Cuál es el ejemplo que trasmite a los que para ser violentos no necesitan más incentivos que los de su propia incultura? ¿Es la Argentina un país violento porque tiene un presidente violento o tiene un presidente violento porque es un país violento? ¿En el caso de las concesiones ferroviarias, por citar sólo un ejemplo, no sería más elocuente, eficaz y civilizado aplicar la ley?

Por otro lado, la aspiración de creer que la democracia permite a los pueblos corregir sus errores sufre una enorme desilusión cuando se escucha la misma altisonancia en labios de un hombre moderado como Lavagna. Si el triste espectáculo que ofrece, prácticamente todas las semanas, el presidente Kirchner, insultando a medio mundo, destilando violencia en cada acto, en cada palabra, fuera, efectivamente, una “anomalía” temporal que el país debe aguantar hasta que acabe su período y que la ciudadanía puede corregir eligiendo mejor la próxima vez, tendríamos una esperanza. Sin embargo, cuando uno comprueba que esta manera de entender la convivencia es una cultura generalizada de la sociedad, no puede menos que preocuparse, aun cuando, al mismo tiempo, queden claras las explicaciones de muchas de las cosas que ocurren en el país.

Este camorrerismo barato, de cuarta categoría, profundamente inoperante y que busca exaltar demagógicamente los más oscuros costados de la naturaleza humana (además de no servir para nada y de ser esencialmente antisocial) constituye un atentado a la vida democrática y a las posibilidades futuras del desarrollo argentino.

¿Qué dueño de capitales llegará a un país en donde las cosas se arreglan a las patadas como en la Roma de Calígula? ¿Cuál será la confianza en una administración que, en lugar de apelar a la aplicación de la ley, sueña con calzar unos buenos botines para chanflear el trasero de aquel a quien tomó por enemigo?

El eslogan preferido del gobierno del presidente Kirchner, aquel que utiliza como remate en todos sus anuncios publicitarios, es el que dice que la “Argentina es un país en serio”. Un país en serio no hace alharaca de la violencia. Un país en serio no agarra a patadas a la gente. En un país en serio, prevalece el derecho, no la prepotencia. En un país en serio, a los inútiles se los echa, pero no a patadas. En un país en serio, los inútiles escasean en el gobierno. En un país en serio, se vive en paz. En un país en serio, los presidentes lo son de todos los ciudadanos y no sólo de algunos. En un país en serio, el gobierno es el primer contribuyente a la tarea inagotable de la convivencia y la concordia. En un país en serio, gobierna el derecho y no los hechos. En un país en serio, la ciudadanía puede aspirar a enmendar el error de una votación anterior, votando a mejores candidatos. En un país en serio, se es educado. En un país en serio, se es serio.

Siempre la violencia empieza por la lengua. Su embrión es el verbo, no la acción. Y la violencia nunca ha servido para solucionar nada. El presidente y Lavagna deberían tomar nota de que el rol que cumplen en la sociedad es mucho más elevado que el de dos camorreros de baja estofa. Su ejemplo cunde. Y la sociedad los mira. © www.economiaparatodos.com.ar

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