Planificación, democracia y moral
De la misma manera que el gobernante democrático que se dispone a planificar la Vida económica tendrá pronto que enfrentarse con la alternativa de asumir poderes dictatoriales o abandonar sus planes, así el dictador totalitario pronto tendrá que elegir entre prescindir de la moral ordinaria o fracasar
‘Aunque para la mayor parte de los socialistas sólo una especie del colectivismo representará el verdadero socialismo, debe tenerse siempre presente que éste es una especie de aquél, y que, por consiguiente, todo lo que es cierto del colectivismo como tal, debe aplicarse también al socialismo. Casi todas las cuestiones que se discuten entre socialistas y liberales atañen a los métodos comunes a todas las formas del colectivismo y no a los fines particulares a los que desean aplicarlos los socialistas; y todos los resultados que nos ocuparán en este libro proceden de los métodos del colectivismo con independencia de los fines a los que se aplican. Tampoco debe olvidarse que el socialismo no es sólo la especie más importante, con mucho, del colectivismo o la «planificación» sino lo que ha convencido a las gentes de mentalidad liberal para someterse otra vez a aquella reglamentación de la vida económica que habían derribado porque, en palabras de Adam Smith, ponía a los gobiernos en tal posición que, «para sostenerse, se veían obligados a ser opresores y tiránicos»’.[1]
F. A. v. Hayek advertía de este modo –a comienzos de la década del cuarenta del siglo pasado- la manera en que «las gentes de mentalidad liberal» habían aceptado los postulados básicos del socialismo, en particular el de la planificación económica, abriendo paso nuevamente a las tendencias hacia la opresión gubernamental y la tiranía de todo tipo que se encontraban en pleno auge en los días en los que F. A. v. Hayek redacta su obra (citada la pie) y que en fechas posteriores continuó vigente, si bien bajo formas y maneras algo más pacificas en el resto del mundo hasta nuestro tiempo, pero conservando la esencia totalitaria que -al fin de cuentas- conlleva todo intento de planificación económica.
Es importante destacar que por «planificación» no ha de entenderse solamente el sentido restringido de la expresión, y por el mismo suponerse que quien gobierna ha de tener algún plan específico en particular a aplicar. Mas bien, la alocución «planificación económica» habrá de pensarse como la posición filosófico-política que acepta que toda actividad humana ha de ser controlada y dirigida por el gobierno, sin importar demasiado en qué sentido se irá a orientar dicha planificación. El término habilita preferentemente la idea de que se excluye la planificación privada, y que sólo se permitirá y tolerará la estatal. Lo que está implicado en este asunto es -en esencia- una cuestión moral:
«De la misma manera que el gobernante democrático que se dispone a planificar la Vida económica tendrá pronto que enfrentarse con la alternativa de asumir poderes dictatoriales o abandonar sus planes, así el dictador totalitario pronto tendrá que elegir entre prescindir de la moral ordinaria o fracasar. Ésta es la razón de que los faltos de escrúpulos y los aventureros tengan más probabilidades de éxito en una sociedad que tiende hacia el totalitarismo. Quien no vea esto no ha advertido aún toda la anchura de la sima que separa al totalitarismo de un régimen liberal, la tremenda diferencia entre la atmósfera moral que domina bajo el colectivismo y la naturaleza esencialmente individualista de la civilización occidental.»[2]
Estas proféticas palabras de F. A. v. Hayek parecen haberse plasmado en la realidad histórica posterior hasta nuestros días. Raramente los gobernantes mal llamados «democráticos» han renunciado a dejar de lado sus planes y, por sobre todo, su vocación planificadora. Por el contrario, han tendido a creer que toda la cuestión se reducía a elegir y seleccionar cual debería ser «el mejor plan», el que daban por sentado sólo podía provenir de mentes burocráticas y no de ninguna otra parte. Así, en este derrotero que se ha seguido hasta hoy, la mayor parte de las «democracias» mundiales han devenido en verdaderas dictaduras, dando lugar a numerosas variantes, entre las cuales se encuentran los populismos que, en fechas recientes han proliferado, sobre todo en Latinoamérica, como en la Argentina con los Kirchner, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador y el comunismo castrochavista venezolano, regímenes todos que -en diferentes grados y medidas- han pretendido emular al totalitarismo cubano-castrista.
A su turno, aquí reside la explicación del porque todas aquellas mal llamadas democracias han derivado finalmente en regímenes inmorales como los mencionados anteriormente. Necesariamente toda «democracia» que se inspire en principios colectivistas siempre tendrá un destino de inmoralidad. Habrá que apuntar que lamentablemente «la naturaleza esencialmente individualista de la civilización occidental» certeramente señalada por F. A. v. Hayek, se ha ido perdiendo con el trascurrir del tiempo.
«Las «bases morales del colectivismo» se han discutido mucho en el pasado, naturalmente; pero lo que nos importa aquí no son sus bases, sino sus resultados morales. Las discusiones corrientes sobre los aspectos éticos del colectivismo, o bien se refieren a si el colectivismo es reclamado por las convicciones morales del presente, o bien analizan qué convicciones morales se requerirían para que el colectivismo produjese los resultados esperados. Nuestra cuestión, empero, estriba en saber qué criterios morales producirá una organización colectivista de la sociedad, o qué criterios imperarán probablemente en ella. La interacción de moral social e instituciones puede muy bien tener por efecto que la ética producida por el colectivismo sea por completo diferente de los ideales morales que condujeron a reclamar un sistema colectivista. Aunque estemos dispuestos a pensar que, cuando la aspiración a un sistema colectivista surge de elevados motivos morales, este sistema tiene que ser la cuna de las más altas virtudes, la verdad es que no hay razón para que un sistema realce necesariamente aquellas cualidades que sirven al propósito para el que fue creado. Los criterios morales dominantes dependerán, en parte, de las características que conducirán a los individuos al éxito en un sistema colectivista o totalitario, y en parte, de las exigencias de la máquina totalitaria.»[3]
F. A. v. Hayek aquí nos explica que no importan las intenciones morales colectivistas, lo que realmente cuentan son sus resultados. Y estos resultados en nuestras democracias colectivistas siempre han sido de los peores.