El conflicto de Medio Oriente está haciendo especular al mundo con una hipótesis aterradora: el comienzo de una Tercera Guerra Mundial.
El mero hecho de suponer un desenlace como ése hace correr frío por la columna vertebral. Inmediatamente después de ese humano sentimiento, surgen las preguntas respecto del papel de la Argentina en semejante escenario. Los antecedentes del país cuando el mundo enfrentó situaciones similares hacen dudar respecto de cuál será nuestra posición, sobre qué actitud adoptaremos, de qué lado nos pondremos.
Un conflicto como el temido divide las aguas del planeta profundamente y las consecuencias suelen perdurar pertinazmente, más allá de las conductas posteriores de los protagonistas.
En el pasado, la Argentina pagó altísimos precios por no adoptar una posición clara respecto del sistema de valores que defendía. La semana pasada comentábamos que en la historia del mundo, más allá del nombre circunstancial con el que bautizara los conflictos que la acechan, la humanidad siempre estuvo presa de una constante fricción entre el poder y la libertad.
Los desencadenantes pueden variar pero, de modo constante, el subyacente motivo de lucha es el afán de algunas personas de adueñarse de más poder y la entendible inclinación de los individuos a conservar amplios territorios de libertad individual.
En el último conflicto mundial, la Argentina dejó entrever una inquietante duda respecto de qué lado está cuando se enfrentan las aspiraciones hegemónicas y los derechos y las garantías individuales.
El mundo civilizado que, gracias a Dios, triunfó en esa contienda, le cobró duramente al país esa duda existencial. No le perdonó fácilmente –si es que en realidad lo ha hecho en algún momento– que no tuviera una palabra y una acción clara en defensa de la libertad.
Una miopía llamativa –cuando no directamente cómplice– de la dirigencia y de la sociedad argentina de aquel momento coqueteó más de la cuenta con regímenes que sólo perseguían el sojuzgamiento humano. Por resentimientos baratos y envidias de baja estofa, el país claudicó ante los propios valores que lo formaron y alentó la alianza y la simpatía con extraviados que se empeñaban en reducir a la humanidad a la servidumbre.
Hoy, cuando lamentablemente estos horizontes vuelven a recrearse en la geografía medio-oriental, la sociedad y su gobierno vuelven a mostrar serias dudas sobre los valores en juego y la eventual posición que el país debería ocupar y las creencias que la Argentina debería defender.
Embebidos de un complejo de inferioridad llamativo frente a dictadores de cuarta como Hugo Chávez y Fidel Castro, los argentinos corren el riesgo de que el mundo libre haga un sinónimo entre ellos y estos circunstanciales aliados payasescos.
La influencia de Chávez ha logrado que el presidente Kirchner, por ejemplo, no asista al reciente cambio presidencial en el Perú, probablemente el país de América Latina que más simpatía tiene por la Argentina. Como el cabo bolivariano apostaba sus boletos en contra de Alan García y a favor de Ollanta Humala, Kirchner decidió tener un gesto con el déspota de Caracas en contra de las más ancestrales tradiciones argentinas.
Chávez –con la simpatía de Fidel Castro– vocifera, a su vez, su alianza con Irán y con Corea del Norte, ambos países juguetones de la guerra nuclear. El presidente iraní ha declarado que su objetivo es borrar a Israel del mapa y para ello se valdrá de cuanta alianza le convenga. Hamas y Hezbollah, que responden al terrorismo palestino y al fogoneo sirio-iraní respectivamente, amenazan con llevar adelante la misma tarea.
Las acciones de estos grupos no son ajenas a la Argentina. En 1992 y 1994, dos atentados perpetrados por el brazo armado de Hezbollah con financiamiento iraní volaron la Embajada de Israel y el edificio de la Amia y mataron a casi 120 argentinos.
Frente a estos hechos, el Gobierno y –digámoslo claramente– parte de la sociedad no se han definido de modo indudable. Palabras oficiales de circunstancia y manifestaciones ¿minoritarias? de encapuchados con las banderas de Montoneros y Hamas unidas en una misma muestra, se pavonearon por Buenos Aires y Córdoba la semana pasada. Las caretas con la cara de Bin Laden aparecen casi como si fuera una graciosa mojadura de oreja a los poderosos.
Este panorama dirige el pensamiento a la duda. Si el mundo tuviera que pasar otra vez por un nuevo capítulo que saque a flote el conflicto entre la libertad y el poder, uno no tiene certeza de dónde se ubicaría la Argentina. Tampoco sabe cómo el mundo sensato calificará a un aliado de Chávez y de Castro a la hora de pasar una brocha gruesa que separe a los que claramente defienden el derecho de aquellos que claramente vinieron para atropellarlo.
Frente a ese panorama, la irresponsabilidad de los que hoy tienen la representatividad del Estado puede sepultar el futuro del país por generaciones. Sólo cabe rezar. Primero, para que la hipótesis no se cumpla y la libertad pueda ser salvada con el mínimo costo de vidas. Y, segundo, para que si esa libertad requiere de un esfuerzo mayor para sostenerla, la Argentina –la sociedad y el Gobierno– sepan discernir qué valores animan nuestras creencias y, en consecuencia, nos pongamos del lado de aquellos que construyen un futuro libre, abierto y ajeno a los designios del totalitarismo. © www.economiaparatodos.com.ar |