¿Cuál es la base en la que se apoya el poder admitido de un autoritario?, ¿en qué secreto basa su perdurabilidad alguien que no sustenta su gobierno en el Estado de Derecho pero que, sin embargo, cuenta con el apoyo mayoritario? A propósito, ¿mayoritario de quién? En la averiguación de estos misterios se hallan las respuestas a muchos interrogantes de la ciencia política moderna.
En el entendimiento de la democracia clásica no entra la posibilidad de que el poder de un autócrata sea tolerado. La democracia clásica parte del supuesto de que los individuos que conforman el pueblo se precian demasiado como para soportar a un mandamás que se ubique por encima del orden jurídico que iguala tanto a gobernantes como a gobernados. Pero los fenómenos políticos sucedidos en una numerosa cantidad de países, entre ellos la Argentina, han sepultado los supuestos de la democracia clásica para reemplazarlos por otros que sí hacen posible la aparente compatibilidad entre la democracia y la prepotencia.
El primer concepto de la democracia clásica que estas pantomimas han envilecido es el concepto de “pueblo”. En la democracia clásica –que aprovechamos a definir como aquella en donde los ciudadanos eligen libremente a sus gobiernos, sujetándose éstos y aquéllos a un orden jurídico común que se halla por encima de la voluntad de ambos–, el “pueblo” es la sumatoria de individualidades pensantes que optan, de acuerdo a la evaluación personal de sus intereses, por una u otra alternativa de administración para el Estado común. Aquí, en el “pueblo” se pueden ver y distinguir millones de cabezas –por no decir directamente “cerebros”– individuales que se agrupan de acuerdo al libre aglutinamiento de intereses e ideas.
Estas democracias generalmente preparan a una clase para gobernar. Esta es, para decirlo sin rodeos, una elite, casi aristocrática, que diferenciándose del común por su instrucción, su abnegación, su patriotismo y su formación, entrega sus servicios al país que los retribuye por la honra y la buena paga. La sociedad no reniega de esa clase. La sabe diferente pero reconoce que su distinción no existe para burlar la igualdad del orden jurídico, sino como un signo exterior que la prepara para gobernar en beneficio de todos. Aquí el pueblo está protegido por las normas del Estado de Derecho y la elite gobierna bajo la autoridad de la ley. El pueblo no aspira a ocupar el lugar físico de la elite y ésta no utiliza la función pública para el beneficio personal. El círculo elitista, valga la paradoja, no es cerrado, pero los individuos que conforman el pueblo saben que para ser uno de ellos deben prepararse y dejar de ser, en alguna medida, simplemente “pueblo”. Este esquema simple, que resume lo mejor de la representatividad democrática y lo mejor de la excelencia aristocrática, fue el que describió con admirable claridad Alexis de Tocqueville al analizar la democracia norteamericana (“Democracy in America”, Bantam Classics, 1978).
En las autocracias con voto periódico, es decir, aquellas sociedades que votan autoridades pero donde no rige el Estado de Derecho porque, con la anuencia social, un mandamás se autoposiciona por encima de la ley, el concepto de “pueblo” que hemos definido anteriormente es reemplazado por el de “masa”. La “masa”, a diferencia del “pueblo”, no es la suma aritmética de individualidades pensantes, sino, como su nombre lo indica, un conjunto amorfo, una mezcolanza indiferenciada de personas que, a semejanza de lo que ocurre con las manadas, sigue un rumbo ciego no determinado por el raciocinio sino por instintos más rudimentarios.
En estos países, la “masa” no se conforma con ser “masa”: quiere gobernar por sí. Para hacerlo no admite que debe mejorar su condición. Quiere gobernar tal como es, quiere que el gobierno sea el gobierno de la masa. Cuando la masa –no formada, no instruida, no preparada– se instala en el gobierno, arremete contra varios de los cimientos de las democracias clásicas.
Por empezar, todo vestigio aristocrático (aun en el sentido tocqueviliano del término) debe ser eliminado. Las costumbres, los modales, las maneras deben vulgarizarse a como dé lugar. No hay lugar aquí para la distinción y la categoría. Todo debe ser burdo.
En segundo lugar, el concepto de “masa” debe sinonimizarse con el de “pueblo”, pero no en el sentido totalizador que esta palabra tiene en las democracias clásicas (el “pueblo” son todos) sino en un sentido clasista. El “pueblo” es el que está con el autócrata, los demás son los enemigos del país.
En tercer lugar –y con mucha conexión con el punto anterior–, la parte de la masa que accede al gobierno debe convencer a la parte de la masa que aún está en el llano de que ambos comparten un enemigo común, enemigo que se irá definiendo de acuerdo a las circunstancias y a las conveniencias temporales.
¿Qué recónditos pliegues del inconsciente deben movilizarse para que un conjunto de individuos se conviertan en una “masa”? ¿Qué apelativos bajos deben usarse para que las personas abandonen la toma de decisiones por el raciocinio y pasen a elegir movidas por el odio, la venganza, el resentimiento y las pasiones más bajas que esconde el ser humano?
En las respuestas a estas preguntan hallaremos gran parte de la solución al enigma argentino. Un país destinado al progreso y a la felicidad de su gente, sumido hoy, empero, en la reanimación de fantasmas que sólo lo sumen en la miseria, en el rencor y en la venganza inútil.
La verba del presidente hablando de algunos argentinos como si no fueran argentinos, dividiendo a una sociedad que desde hace 100 años pide a gritos por alguien lo suficientemente magnánimo que le cicatrice sus heridas, no es otra cosa que la prueba fehaciente de que la masa ha reemplazado al pueblo, de que el odio ha reemplazado a la razón y de que el imperio de la envidia es más fuerte que la voluntad de la superación y del progreso. © www.economiaparatodos.com.ar |