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jueves 15 de febrero de 2007

¿Qué es?

A pesar de la recuperación asombrosa que muestran los indicadores económicos, los argentinos seguimos sintiendo que las cosas no están tan bien como deberían.

Los indicadores económicos muestran una recuperación que asombra incluso a los observadores extranjeros. Los salarios subieron más que la inflación, el PBI creció a tasas cercanas al 9% durante los últimos tres años, el desempleo cayó, las exportaciones y las importaciones aumentaron, la construcción de edificios vuela, el turismo extranjero crece como nunca antes, el movimiento por las vacaciones de los propios argentinos superó niveles históricos…

Sin embargo, a pesar de todas estas variables positivas de la fotografía argentina, hay algo en el film que no está bien. Hay algo -que no sabemos precisar muy bien qué es– que no nos termina de convencer; es como si un ruidito insignificante, pero perceptible y molesto, sonara por detrás del aparentemente poderoso motor de un fórmula uno.

La sensación de inseguridad callejera nos pone en un estado de alerta extraño y nada agradable. La permanente necesidad de mirar a los cuatro costados mientras se espera la luz verde de un semáforo, la inconsciente tendencia a esconder objetos valiosos en la mesa de un restaurante, el tener vedados ciertos lugares de la ciudad, todo ello contribuye principalmente a esa sensación de desasosiego, en medio de la aparente recuperación.

Un evidente clima de agresión mutua –en el trato, en el tránsito, en los comercios– también forma parte de una realidad que esmerila, como una lima silenciosa pero pertinaz, el humor generalizado de la sociedad. La tendencia al grito, a la pelea, al gesto desmesurado, a la provocación –y en muchos casos a la procacidad–, el apuro, la intemperancia, la sobreabundancia de muchedumbres pero la inexistencia de una verdadera comunidad, son todos datos de una calidad de vida pobre y, muchas veces, verdaderamente desapacible.

La aparición de la Argentina, entreverada entre los países más agradables para vivir, en una encuesta hecha por el diario español El País en ocasión de la Feria Internacional de Turismo de España (FITUR), asombró a más de uno de los que sabemos cuán lejos está nuestra cotidianeidad de ser “agradable”. La Argentina aparecía en el décimo lugar, después de países como Australia, Bélgica, Finlandia y Estados Unidos.

Mientras tanto, seguimos sin saber qué es lo que sabemos que no está bien. Lo sabemos pero, paradójicamente, lo desconocemos. Nuestra sabiduría en esto se parece más a una intuición.

Si por una existencia agradable y placentera, por una vida tranquila y apacible, entendemos un lugar donde la mayoría de las personas está abocada a perseguir lo que quiere en la vida, a establecer metas e invertir el tiempo en tratar de alcanzarlas, en un clima de cooperación y al mismo tiempo de sana competencia por mejorar y por disfrutar más del éxito, creo que nuestro problema radica, justamente, en nuestra relación con el logro, con la riqueza y con la emulación del triunfador.

Más allá de las variables concretas que sabemos que no están solucionadas (el desempleo, la inflación, la inseguridad, la subvaluación de la moneda, la tendencia al monocultivo, la falta de inversión, el aislamiento internacional, la pobreza y la indigencia estructurales, la emisión de deuda para mantener el tipo de cambio, etcétera) hay una causa anterior y abarcadora que explica nuestras estrecheces y torna entendible nuestro desasosiego, aun en el medio del supuesto boom económico. Esa causa es de orden sociológico y cultural y tiene que ver con cómo nos aproximamos los argentinos al éxito propio y ajeno. Qué concepto tenemos del éxito, qué conocemos acerca de los requisitos para alcanzarlo y qué posición tenemos respecto de esos requisitos, es decir, cuán dispuestos estamos a seguirlos y cumplirlos para ser exitosos.

¿Estoy sugiriendo acaso que una sociedad exitosa desarrolla una cotidianeidad de vida más agradable? Sí, definitivamente. Donde quizás discrepemos es en la definición de “éxito”. Porque yo no me refiero aquí sólo al éxito económico –aunque sí lo incluyo, lógicamente–, me refiero al éxito como el logro de la meta que me propongo perseguir. Y esa cultura del logro y de lo que se necesita para alcanzarlo no está afianzada en la Argentina, y casi diría que quien tiene la dicha de manejarla no es bien visto en la sociedad.

Por empezar, los argentinos tenemos una manifiesta tendencia a no aceptar el 100% de responsabilidad sobre nuestras vidas y nuestras decisiones. Siempre encontraremos algo o alguien en nuestro exterior (sea individual o nacional) para endilgarle la culpa de nuestra queja. “Nos sucede esto porque los norteamericanos se quieren quedar con nuestra agua”, “no tengo el trabajo que quiero porque nadie entiende que soy un fenómeno desaprovechado”, “no progreso porque no tengo suerte”, “estamos así porque la Argentina está geográficamente lejos de todo”, “la sociedad es sana pero quienes nos gobiernan son unos ladrones”, se escucha. Nada es nuestra responsabilidad, siempre la explicación por no alcanzar lo que queremos está fuera de nosotros mismos.

En segundo lugar –y aquí sí hablando claramente del éxito económico–, los argentinos tenemos definitivamente una cuestión con el dinero. No hemos logrado digerir su persecución como un fin lícito.

Y aunque lo deseamos como cualquiera, suponemos que sería mejor si se pudiera tener todo lo que uno quisiera sin la mediación del dinero. Como consecuencia obvia, no sentimos respeto por aquellos económicamente exitosos. Sospechamos de ellos y (decimos) que nuestra simpatía está con los pobres. No alcanzamos a entender que hay muchas posibilidades de que un país con inclinación empática por los pobres, sea pobre. A los pobres hay que generarles condiciones para que salgan de la pobreza, no tenerles simpatía. En todo caso, claro está, generar condiciones para que salgan de la pobreza sería nuestra mayor muestra de simpatía.

En tercer lugar, es obvio que tenemos una concepción punitiva del trabajo. No consideramos al trabajo como una vía para realizar nuestros sueños, sino como una carga. Nuestra inclinación valorativa no reivindica el trabajo como medio de excelencia personal.

En cuarto lugar, la Argentina tiene escasez de “soñadores”. Está claro que hay muchas personas que cada mañana se levantan con loables ideales de vida, pero la proporción de esa cantidad de gente deseosa de hacer lo que haya que hacer para cumplir su sueño, de tomar los riesgos que haya que tomar y de pagar los precios que haya que pagar, es proporcionalmente poca respecto del total de la población. Eso explica, en mucha medida, los niveles de agresión con los que uno se topa cotidianamente por la calle: cientos de miles de personas enojadas con el Universo porque no están haciendo lo que quieren, que no tienen lo que hay que tener para aceptar que la culpa de ello no es de los demás sino propia, no pueden tener una inclinación al gesto distendido y a la amabilidad.

Como se ve, la clase de razones que uno encuentra para explicar qué es lo que nos falta para vivir agradablemente, incluso a pesar de la recuperación, no tienen sustento tangible. Son de orden psicológico y de base cultural.

Y es eso mismo lo que explica por qué nos cuesta tanto convertir la recuperación en desarrollo y la bonanza económica en una vida apacible. © www.economiaparatodos.com.ar

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