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jueves 28 de noviembre de 2013

¿Retoques o cambios profundos?

¿Retoques o cambios profundos?

El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín Monteverde

Corría el año 2007. Todavía no se habían substanciado las elecciones presidenciales que consagrarían presidente a Cristina Fernández pero todos descontaban, con razón, su triunfo. Las especulaciones que entonces corrieron como reguero de pólvora respecto de qué tan distinta sería la gestión de ella, cuando asumiese sus nuevas responsabilidades, comparada con la del santacruceño, se hacían sin solución de continuidad. Al extremo de que disentir con lo que pasó a ser —poco menos— un dogma de fe, lucía políticamente incorrecto. A estar a esos pronósticos —no hay otra palabra para calificarlos— la señora inauguraría una nueva etapa, diferente en términos de respeto a las instituciones, apertura al mundo y dialogo con el arco opositor, a la de Néstor Kirchner que —necesitado de afianzar su poder— no había podido vertebrar en sus primeros años de gobierno.

Había que ver a la crema del establishment económico, a los principales analistas porteños —al menos— y a buena parte del periodismo rivalizar en torno a la bocanada de aire fresco que generaría Cristina Fernández a poco de iniciar su mandato. Un discurso monocorde se adueñó entonces del país y se instaló como verdad. En el mejor de los casos era, apenas, una expresión de deseos.

De más esta decir que llegar la presidente a Balcarce 50 y ratificar a libro cerrado cuanto hasta ese momento había construido su marido, fue todo uno. No se requería ser adivino para darse cuenta de que existían dos razones elementales por las que no habría ningún cambio de consideración: la escasa, si acaso alguna, libertad de maniobra que tendría la recién llegada a la Casa Rosada —siendo que el poder real seguía en manos de su esposo— y la índole ideológica de la Fernández, férreamente atenazada por unas convicciones que eran la antítesis de cuanto pregonaban los bienpensantes de turno.

Curiosamente —o no tanto, si nos atenemos a la sociológica política argentina— buena parte de aquellos oráculos fallidos fueron los que luego, sin inmutarse por el error grosero de apreciación en el que habían incurrido, dieron en la moda intelectual de reivindicar —a expensas de una Cristina Fernández cerrada, intolerante y poco dispuesta al pragmatismo— la capacidad de su marido para no quedar preso de una camisa de fuerza ideológica y para resolver los problemas diarios con base en el realismo.

A raíz de la llegada de Jorge Capitanich y Alex Kicillof al gabinete, una vez mas se han tejido un sinfín de hipótesis que van desde una presunta delegación del poder de la presidente en beneficio de los flamantes jefe de Gabinete y ministro de Economía, hasta un avance indisimulado de la estructura del partido justicialista, en desmedro del kirchnerismo puro y duro. Esto por un lado. Desde la vereda K lo que han respondido sus usinas y plumas mas representativas —Horacio Verbitsky y Artemio López tanto como Carta Abierta y 6, 7, 8— es que lo que ocurrió fue algo por completo diferente: el Frente Para la Victora, según ellos, se consolidó como la primera fuerza política del país, la ley de Medios salió de la Corte como quería el gobierno y Cristina volvió con todo su brío, obró un cambio de gabinete y retomó la iniciativa.

¿Quién lleva razón, aquellos analistas sesudos que, en términos generales, siempre juegan al empate o los enragés kirchneristas? —Ni los unos ni los otros. Los primeros en razón de que vuelven a equivocarse tomando una serie de accidentes como si fueran la esencia de la cuestión. Los segundos porque no tratan de analizar la realidad —aunque en determinados casos les sobre capacidad para acometer esa tarea— sino de mantener en pie un relato que luce desvencijado y ajado por el paso del tiempo y el peso de la reciente derrota.

Digamos las cosas como son, sin concesiones ni a nuestros más hondos deseos ni a nuestras convicciones ideológicas: Cristina Fernández no hizo ninguna delegación de su poder porque ello contraria su naturaleza. Si bien ha dejado jirones de su integridad en el lance electoral del pasado 27 de octubre, tampoco vayamos a creer que se le acabó la cuerda. Necesitaba —precisamente por la dimensión de su derrota— introducir modificaciones en el cuerpo de colaboradores más visible y expuesto de cualquier administración política: el gabinete nacional.

Eso fue lo que hizo. Así de sencillo. Pensar que, de buenas a primeras, se desentendió de fijar las líneas directrices de su gobierno, dejando tamaña responsabilidad en manos de Capitanich y de Kiciloff, supone un error grosero. En todo caso delegó el manejo diario en los antes nombrados cuyo poder será —mejor no engañarse sobre el particular— siempre vicario. Si bien retomó el control del gobierno que, en los cuarenta días que faltó se convirtió en un reino de taifas, su protagonismo, cuando menos en los próximos meses, no será el mismo. Es muy posible que ya no tenga ganas de hablar, hasta por los codos, tomando de rehén a la cadena nacional. Y sabemos que deberá reducir a nada los viajes en avión. Claro que de ahí a considerar que debió —no que quiso— convocar a Capitanich o que, de ahora en mas, deberá escuchar a los gobernadores y barones del peronismo cual si fuesen sus pares, hay una distancia considerable.

Lo que acaba de suceder es un cambio de nombres o —si se prefiere— de hombres cuya importancia está por verse. Hay circunstancias en la cuales sólo hace falta un simple calafateo y nada más. Un retoque aquí, otro allí y Santas Pascuas. No parece ser éste el caso. Los problemas que acucian a Cristina Fernández y con los cuales están ya lidiando Capitanich y Kiciloff no admiten soluciones de compromiso o parches de papel.

Se fueron Moreno, Abal Medina, Lorenzino y Marco del Pont e ingresan Capitanich, Kiciloff y Fábrega, entre otros, porque era menester renovarse e intentar, de esta manera, con una cuota de poder reducida después de los resultados del 27 de octubre, timonear una transición que se presenta difícil en virtud de aquella sabia enseñanza: “Uno puede hacer lo que le venga en gana en materia económica, pero luego es menester asumir las consecuencias». El kirchnerismo gobernó el país y la economía como si el viento de cola y los precios de la soja que halló el santacruceño, en 2003, fuesen eternos. No era así y el modelo que forjaron Néstor y Cristina, Cristina y Néstor, hoy hace agua por los cuatro costados.

No hay catástrofe a la vuelta de la esquina, pero si la Fernández desea llegar a 2015 medianamente compuesta y no en harapos, debe cambiar la dirección de las velas. La tarea no es sencilla por tres razones: el tiempo es escaso, el poder del gobierno está astillado y todavía, si acaso trabajase día, tarde y noche, y, al mismo tiempo, fuese capaz —ella, Capitanich y Kicillof— de reacomodarse y generar un mínimo de confianza en los mercados, quedaría por ver cuál es la intención y la convicción de la presidente respecto de introducir no retoques sino modificaciones de fondo en una partitura que no sirve más. El preacuerdo con España, por la expropiación de YPF, no ha sido un mal comienzo. Sólo que una golondrina no hace verano.

Como decíamos la semana anterior, para dar un volantazo en pos de la ortodoxia económica o poner proa rumbo al chavismo, la cuota de autoridad y de poder que se requieren es algo que hoy le falta a Cristina Fernández. Es que las tensiones sociales que se generarían en uno u otro camino serían de tal envergadura que resultarían insoportables. Está claro que nadie en su sano juicio piensa en bolivarizar. Eso está descartado. La pregunta del millón es qué tanto pueden en la Casa Rosada acercarse a la racionalidad económica —que no significa poner en practica recetas neoliberales o convertirse de un día para otro en seguidores de Ludwig von Mises— y qué tanto desean hacerlo.

¿Querrán? Y si quieren, ¿podrán? En buena medida, de la respuesta a estas dos preguntas dependerá la suerte del gobierno y la posibilidad de armar, en el curso de los dos años por venir, una variante decorosa de cuanto terminó el 27 de octubre. El kirchnerismo está muerto en punto a continuar en el poder más allá de 2015. No lo está en términos de la gobernabilidad. Pero para terminar el mandato y ser capaz de generar una opción neokirchnerista, Capitanich y Kiciloff deben tener éxito. De lo contrario, la sombra de una Asamblea Legislativa comenzará a recortarse en el horizonte. Hasta la próxima semana.

Fuente: Massot / Monteverde & Asoc.