Sí, …pero no
Mientras los mercados y la política —por llamarlos de alguna manera— esperaban, no sin un nerviosismo creciente, el desenlace de la negociación substanciada en Nueva York, se conoció la semana pasada una serie de números —en el marco de las campañas electorales en curso— cuyo peso no puede pasarse por alto. No tienen nada que ver ni con el tema del default ni tampoco con los procesos judiciales incoados al vicepresidente de la Nación, Amado Boudou. En realidad se inscriben dentro de un contexto en donde el juego de las alianzas y de las encuestas adquieren, conforme transcurre el tiempo, una importancia singular.
En los datos que arrojan los relevamientos hechos, día a día casi, por los encuestadores creíbles del país se echa de ver, sin excepción a la regla, el acortamiento de las distancias que separaban a los candidatos en pugna —Sergio Massa, Daniel Scioli y Mauricio Macri— tomando como punto de referencia el mes de octubre del año pasado.
Transcurridos los comicios que, por un lado, pusieron fin a las ilusiones kirchneristas de prolongar su estancia en Balcarce 50 y, por el otro, confirmaron el encumbramiento del intendente de Tigre —ganador casi absoluto de aquellas elecciones— a nadie le pasó desapercibido el siguiente hecho: a partir de ese momento hubo tres nombres tan sólo que quedaron en condiciones de calzarse la banda presidencial cuando Cristina Fernández abandonase la Casa Rosada. Más allá de las simpatías o antipatías que pudiesen generar en la gente, fue claro que el gobernador de la provincia de Buenos Aires, el jefe del gobierno autónomo de la Capital Federal y el líder del recientemente formado Frente Renovador se cortaron en punta respecto de los demás —Julio Cobos, Hermes Binner y Ernesto Sanz— que los miraban de lejos.
Desde octubre a la fecha han transcurrido nueve meses, poco más o menos. Vistas las encuestas desde un determinado ángulo —el de la intención de voto— nada ha cambiado. Analizadas, en cambio, desde otro ángulo —el del crecimiento proporcional— ha habido un avance, por momentos vertiginoso, del jefe del PRO. Sergio Massa sigue al frente seguido por Daniel Scioli y más atrás por Mauricio Macri. Esa era la foto de octubre pasado y es la de hoy. Pero de nada valdría detener el análisis, ponderando sólo este aspecto —fundamental, es cierto— de las encuestas, si al mismo tiempo no reparásemos en una tendencia —que eso resulta— tan notoria como notable: el progreso del intendente porteño.
Nueve meses atrás, Macri se hallaba a no menos de siete u ocho puntos de Scioli y a casi doce de Massa. Ahora le pisa los talones al mandatario bonaerense y le ha descontado al de Tigre la mitad de la distancia que los separaba en octubre. Si los comicios se sustanciaran mañana ganaría en la ciudad capital y también podría triunfar en Córdoba. Mide bien en Santa Fe, Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Entre Ríos y, al menos un encuestador, lo sitúa arriba de Scioli en la mismísima provincia de Buenos Aires. Claro que el tema de los últimos días no fueron las encuestas.
Una negociación —no importa que su índole sea de carácter político, financiero u amoroso— se vertebra siempre sobre dos ejes: la relación de fuerza entre las partes y la decisión previa de aceptar el do ut des (doy para que me des, para ponerlo en criollo básico). Si alguna de las partes intentase sentarse a la mesa con el otro en disputa y abrigase la intención de imponerle condiciones de entrada, se habría equivocado de lugar. Tanto más si lo hiciese desde una posición de debilidad.
Pues bien, el gobierno argentino, que no pisa terreno firme y arrastra tres sentencias desfavorables, se permitió recomendarle al juez Thomas Griesa —veinticuatro horas antes de la reunión de ayer en Nueva York— que repusiese la cautelar (stay) y dejase en suspenso el mandato que fuerza a la Argentina a pagarle a los hold–outs pues, de lo contrario, “sería imposible” honrar los compromisos contraídos con anterioridad.
En buen romance, lo que el escrito de 17 páginas adelantado por los abogados de Cleary, Gottlieb, Steen & Hamilton revelaba era la poca predisposición del kirchnerismo a negociar en serio. Hace como que… pero, en realidad, pretende marcarle al juez la cancha. Puesto de manera sencilla, para que cualquiera lo entienda, la postura de Cristina Fernández y de Kicillof fue esta: o bien Griesa reponía el stay (amparo) y habilitaba a nuestro país a abonarle U$ 531 MM a los bonistas que debieron cobrar el pasado 30 de junio un vencimiento del Discount, o bien imponía un nuevo denied y ratificaba su fallo de primera instancia. En este caso, sería el juez neoyorquino y no el gobierno argentino el responsable de que los acreedores del canje dejasen de recibir cuanto se le adeudaba. Así de simple.
Desde un primer momento la Casa Rosada ha ensayado la estrategia del doble discurso consistente en reafirmar su disposición a cumplir los compromisos contraídos en las dos renegociaciones de la deuda externa timoneadas por el kirchnerismo, dejando, al mismo tiempo, en el limbo la obligación de pagarle a los hold–outs derivada de las sentencias de Griesa y de la Corte Suprema norteamericana.
La táctica no es nueva. En esencia se parece al juego de la escondida del cual todos nosotros, en algún momento de nuestra infancia, fuimos partícipes. Me dejo ver y luego me escondo. Si hubiese que definir con arreglo a unas pocas palabras el plan de acción kirchnerista, quedaría resumido en un “Sí, …pero no”.
Lo curioso del caso es que ya fue ensayado y fracasó de manera estrepitosa. Al principio podía entenderse que ese fuera el camino elegido en virtud de que Cristina Fernández y sus laderos, en su afán de mirarse al ombligo, confundían a Griesa con Oyarbide y eran propensos a pensar que cuanto servía para domesticar al magistrado de estas latitudes también serviría para poner en caja al estadounidense. Una vez que ello se demostró falso, por qué repetir la partitura.
A esta altura de los acontecimientos parece claro que la viuda de Kirchner y su ministro de Economía no desean negociar seriamente (*). Es probable que hayan optado —sin hacerlo público, claro— por la salida del default controlado, que se ha puesto de moda, sobre todo entre quienes no desean dar el brazo a torcer e insisten en despotricar contra los fondos buitres apelando a una “retórica incendiaria”, según la calificó Griesa ayer.
Si nadie cede un tranco de pollo —y Griesa ciertamente no será el que dé el primer paso— vamos directo al default en un escenario que, más allá de cuanto suceda el próximo día 30, es complicado en términos económicos por donde se lo mire. Si al mismo le sumamos el default, no es exagerado pensar que reaparecería, a semejanza del pasado mes de enero, la pregunta que entonces se hacían todos: ¿llegará Cristina Fernández a octubre del año que viene? Y la respuesta era unánime: —¡No!
Por eso la presidente le dio en ese momento el visto bueno al titular del Banco Central que sacó al gobierno del pozo y fue capaz —con la batería de medidas ortodoxas que implementó— de ganar un tiempo precioso.
El default nos metería de nuevo en el tren fantasma y reinstalaría aquel escenario, sólo que corregido y aumentado en términos de su gravedad. Hasta la próxima semana.
Fuente: Massot / Monteverde & Asoc.