Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Scroll to top

Top

jueves 7 de septiembre de 2006

¡Si tan sólo pudiéramos abuenarnos!

La sociedad en su conjunto espera cada vez con más ansiedad y preocupación que el presidente Néstor Kirchner defina claramente que los delincuentes son delincuentes y debe tratárselos como tales: esta cuestión tan elemental y definitoria no puede seguir estando en duda en la Argentina.

La impresentable figura de Luis D’Elía insultando desde una tribuna pública a un pobre hombre que perdió a su único hijo en circunstancias horrorosas es quizás una imagen, una pintura rápida de lo que no debemos ser. Hasta Adolfo Pérez Esquivel, el intrigante Premio Nobel de la Paz, que en principio iba a compartir el lugar para oponerse no sé a qué, huyó despavorido al ver con sus propios ojos semejante muestra de matonismo.

D’Elía reunió apenas a un par de miles de borregos llevados de las narices en micros estacionados a la vista de todo el mundo, que hacían las veces de un obstáculo ex profeso para la gente que pretendía usar esa vía directa de acceso a la Plaza de Mayo para escuchar a Juan Carlos Blumberg.

Algunos profesionales de la sociología que no pudieron controlar su vicio de observar por sí mismos ambos espectáculos describieron a los que estaban en el Obelisco como una “horda”, entre la que podía observarse a cientos de alcoholizados y a madres con hijos de pecho intentando descubrir qué hacían allí.

El presidente Kirchner no tiene ninguna necesidad de mezclarse con esto. El récord de su pasado demuestra que es más inteligente que ideológico. ¿Para qué, entonces, codearse con esta prepotencia que muchas veces raya el mismísimo delito?

Juan Carlos Blumberg es un hombre bueno al que le mataron a su único hijo. Siendo joven, un accidente hizo que creyera que no iba a poder tener hijos. ¡Cuánto hubiera querido que así fuera y no vivir esta odisea! Su sólo rostro trasunta una pena interminable que aún no puede comprender. ¿Es tan difícil de entender esto? Lo acusan de querer ser candidato. ¿Qué clase de acusación es ésa? ¿Cuál si no otra que, por otra parte, le cabría también al mismísimo Presidente?

Personalmente, no me gustaría ver a Blumberg mezclado en las inmundicias de una campaña, pero si él lo quiere y lo decide, ¿quién puede negarle ese derecho? ¿O hemos llegado en la Argentina a esas instancias de intolerancia en que no se le permite a un ciudadano ser candidato?

La sociedad necesita salir de este nivel de agresión. Y el presidente necesita salir de la confusión que le hace pensar que perseguir con la ley y sus funcionarios de Derecho al delincuente y al delito es una mancha eventual en su legajo de Derechos Humanos. La vida de inocentes honrados no puede depender de la suerte y de una fabulosa equivocación ideológica.

Si tan sólo pudiéramos llamar a las cosas por su nombre, ese mero hecho constituiría un enorme avance. ¿Cómo puede equipararse a D’Elía con Blumberg? ¿Cómo puede el Presidente dudar acerca de al lado de quién debe ponerse?

Perseguir el delito no constituye ninguna afrenta a los Derechos Humanos. Que lo digan los países de avanzada, si no. Los ciudadanos honrados que fondean al Estado viven cercados por rejas. Y los delincuentes campean sueltos por la calle. Esta situación no puede sostenerse.

Si el presidente leyera con inteligencia las múltiples encuestas que convoca, no tardaría en concluir que debe hacer algo al respecto. ¿Por qué todas las sospechas indican que las maniobras de D’Elía cuentan con su anuencia? De este modo, él solo se está fabricando un flanco de crítica consistente e inmutable. Su primera misión como Jefe del Estado debería ser promover la concordia social, el abuenamiento de las maneras y el achicamiento de los márgenes de división.

Los paneos de las cámaras de televisión sobre las caras de una y otra concentración lo decían todo. No había que caer en análisis sesudos para ver en unos un idioma soez y en otros, dolor y preocupación. La gente que llegó a la Plaza de Mayo era gente buena, harta de vivir con miedo. De todas las clases sociales, educadas, calmas, que pedían a las autoridades en las que confiaron la dirección del Estado ayuda, comprensión y protección. El Presidente no debería confundirse: esa condición de padre salvador, que muchas veces quiere adjudicarse cuando se trata de enfrentar a los grandes intereses económicos, es la que la gente le reclama para que los defienda de una ola que los ataca de una manera cruel y gratuita. ¿Por qué no quiere asumir ese papel que tanto lo subyuga cuando las cuestiones son otras en esta instancia en donde lo que está en juego es la vida de la gente que cada día deja su casa para ir a trabajar?

El contraste entre el Obelisco y la Plaza de Mayo del jueves pasado se parecía mucho a un choque entre la bondad y la maldad. Esta cuestión no puede seguir más en estado dubitativo en la Argentina. La bondad está bien y la maldad está mal, tan simple como eso.

Las picardías entendibles de la política –entre las que seguramente debe encontrarse la especulación de tener dentro del propio redil a los dueños de hordas que, estando en la vereda de enfrente, se transformarían en un problema– van llegando a su fin. Durante un tiempo, el Presidente puede haber cavilado la conveniencia de contener a D’Elía y a Pérsico bajo su propias alas para no tener que enfrentar su barrabravismo. Pero Kirchner debe entender que ese tiempo terminó. Si la sociedad lo viera de pronto ablandar las tensiones de su rostro, si la gente observara que salen de su vocabulario las agresiones y la prepotencia, si todos viéramos que, de repente, el Presidente deja atrás aquella monumental confusión entre su llamada “política de Derechos Humanos” y la persecución legal pero inquebrantable del delito, me animo a decir que un fantástico click sonaría en el ánimo argentino.

No resulta extraño –sino perfectamente normal– que, cuando surgen los temas de seguridad, una palabra se destaque en su uso sobre las demás. Se trata de la palabra “sensación”. Antes que resultados, lo que la gente pide es una actitud, una definición clara de que los delincuentes son delincuentes y debe tratárselos como tales. No podemos permanecer ni un segundo más en una situación en la que una cuestión tan elemental y definitoria como esa esté en duda en la Argentina.

Es el presidente Kirchner el que debe ponerse del lado de los buenos. Sin cortapisas, sin dudas, sin “sin embargos”. El presidente de las encuestas no puede tener dudas sobre cuál es la principal preocupación de los ciudadanos que gobierna. Solo falta su decisión para que la sensación de la gente cambie. La troca de las expectativas se produce en un instante. A partir de allí, la gente vivirá en paz, sabiendo que lo que está bien, está bien, y lo que está mal, está mal. Y que el Presidente al que confió el timón del Estado es el primero en comprender la diferencia. © www.economiaparatodos.com.ar

\"\"
Se autoriza la reproducción y difusión de todos los artículos siempre y cuando se cite la fuente de los mismos: Economía Para Todos (www.economiaparatodos.com.ar)