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jueves 12 de abril de 2007

Sin salida

Es en nuestras propias miserias como sociedad en donde debemos buscar el origen de lo que nos indigna: la muerte del docente Carlos Fuentealba es producto de nuestras iras adolescentes y nuestra pasión irreflexiva.

Este artículo está escrito antes de los hechos de protesta que por la muerte de Carlos Fuentebella tendrán a Neuquén como teatro nacional.

La aclaración vale porque no se sabe qué ocurrirá allí. Cientos de activistas de Quebracho, la secta del mal, ya han llegado a la provincia del desgraciado gobernador Jorge Sobisch. Quieren reducir a escombros todo cuanto se cruce a su paso.

El presidente Kirchner continúa (hasta el momento que esta columna se escribe) en su plácido descanso sureño. Desde allí, ha mandado a su emisario de insultos varios, el ministro del Interior, Aníbal Fernández, a hacer de Sobisch la encarnación de Satanás en la Tierra. No ha asumido ninguna responsabilidad por la torpeza impensada de lanzar a su ministro de Educación y candidato a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Daniel Filmus, a anunciar un aumento en los salarios docentes sin consultar previamente a las provincias que debían pagarlo. Carlos Fuentealba comenzó a morir ese día.

La acción directa, ese mecanismo premoderno que la Argentina abraza con una simpatía digna de mejores causas, sigue cobrándose víctimas inocentes que son utilizadas como carne de cañón por una ideología fracasada en el mundo de hoy que, después de dar lástima y hundir en la miseria a medio mundo, sólo sigue teniendo alguna posibilidad de prender de nuevo en países dominados por la envidia y el odio.

Sus pregoneros usan a los hombres como piezas móviles de un juego en donde solamente ellos se divierten. Mandan a incendiar, romper y destruir porque es lo único que saben ordenar. Ignoran los palotes de la generación porque para ella hay que trabajar. Son maestros del desquicio porque para ello sólo se necesita una capucha que tape cobardemente sus caras. El trabajo tiene nombre y apellido; la destrucción es anónima.

Pero su destrucción no es una simple destrucción. Su destrucción es un rito. Se aproximan en estudiados movimientos al objeto a destruir. Se cuadran en formación entrenada ante él como velando sus últimos instantes y, luego, a la voz de mando, la embisten contra él reduciéndolo a cenizas, escombros o a un rejunte de pintadas. Son autómatas del rencor. Son máquinas ciegas arrancando de las manos de sus dueños el goce de la propiedad que no les pertenece. Son arietes del totalitarismo en las calles de Buenos Aires.

El jueves pasado detuvieron a 15 en la Capital. Teníamos en pantalla a uno de ellos cuando la policía lo subía a un carro de asalto. El tipo iba llorando. El muy guapo actuando detrás de una masa amorfa de delincuentes con la cara tapada por capuchas, parecía, minutos después, un chico al que la madre había privado de su juguete favorito: lloraba a lágrima viva como un cobarde caprichoso. Era patético.

El Gobierno deberá decidir más temprano que tarde qué hará con la violación de la ley en la Argentina. ¿De qué lado está en este “capitulito” de la democracia?, ¿qué papel juega en este pequeño detalle que en una república se llama “orden público”?, ¿cuántos inocentes más deberán morir antes de que Kirchner decida develarnos de qué lado de la ley está? Nada que tenga contacto con la aplicación de un mínimo piso de sentido común que le dé al hombre honrado un horizonte de respiración tranquila parece cercano en la Argentina.

El gobierno de una revolución de cartón juega a hacerse el capitán de un revisionismo fracasado, mientras los pobres no mejoran su condición y sólo la mentira de las mediciones estira la creencia de que todo está bien.

Por el otro lado, quien se presentaba como una de las opciones “racionales” a tanto disparate, se revela como alguien incapaz de manejar una fuerza policial del Estado de Derecho. Sobisch dirá que la muerte del profesor Fuentealba fue el crimen individual de un policía marginal. Aunque lo sea, su responsabilidad no se termina. ¿Cómo elige a sus hombres el gobernador?, ¿es éste el valor agregado diferencial que piensa traerle a la República?, ¿acaso piensa que la acción directa de la destrucción puede ser enfrentada con otra acción directa de sentido inverso?, ¿qué profesionalismo se supone que tiene una fuerza policial en la que uno de sus efectivos con antecedentes criminales es la infantería del orden público?

Y el hombre promedio de la Argentina, que sigue valorando el ruido y el aluvión emocional en lugar de saludar la reflexión y el sentido común, ¿se declarará inocente de toda culpa, como suele hacer siempre?

Hasta el momento en que esto se escribe, los 15 detenidos del jueves seguían en esa condición. Otras veces, en situaciones similares, fueron liberados por los jueces. ¿Qué opinión media nacional hace que esos “jueces” lleguen a ser jueces? Si el hombre promedio argentino tuviera una opinión media diferente, ¿llegarían esos jueces a sus puestos? Y los políticos, ¿llegarían a ocupar sus poderosas poltronas si la corriente media del pensamiento social fluyera por otros cauces?

Como siempre y como es lógico, es en nuestras propias miserias en donde debemos buscar el origen de lo que nos indigna. La muerte de Carlos Fuentealba es hija de nuestras iras adolescentes, de nuestra furia infundada, de nuestra pasión irreflexiva. Antes de mirar hacia los costados en busca de responsables apropiados, deberíamos empezar por mirar nuestro interior, lleno de conflictos insensatos y en guerra con lo que está bien. © www.economiaparatodos.com.ar

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