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miércoles 11 de abril de 2018

Sócrates en nuestras vidas

Sócrates en nuestras vidas

Hace tiempo las cátedras universitarias estaban plagadas de las llamadas “clases magistrales” en las cuales el profesor leía su clase y consideraba una falta de respeto que lo interrumpan con preguntas, dudas y, mucho más si fueran críticas.

Visto desde ahora este procedimiento no tenía sentido, era mejor y más cómodo sacar una copia del texto y estudiarlo en el lugar que cada alumno estimara de mayor comodidad, sin tener que asistir al aula. Afortunadamente esto cambió radicalmente y el profesor no solo admite sino que estimula críticas y reflexiones de los estudiantes que invita a introducir sus pensamientos a media que desarrolla la clase. Pero recientemente han aparecido ideas inauditas en las que se sostiene que el profesor no debe tener parte activa sino que los alumnos son los que deben dirigir la clase en el sentido que les venga en gana. Esto es antididáctico y constituye un dislate. Una cosa es que el profesor guíe y estimule los pensamientos de sus estudiantes -sea en clases presenciales o a través de aulas virtuales- y otra bien distinta es abdicar de la cátedra y de los programas de la respectiva casa de estudios.

Como una cuestión semántica, quienes están a cargo de la cátedra tal vez convenga denominarlos tutores y no profesores ya que no se trata de circunscribirse a profesar sino a estimular pensamientos, a investigar y al espíritu contestatario al tiempo que conduce las discusiones en el contexto de alumnos sentados en forma de círculo al efecto de subrayar un formato de debate y cuestionamiento y en ningún caso de una audiencia pasiva que se limita a tomar notas. Como ocurre en todo proceso de cambio, hay quienes se quedan a mitad de camino y no se atreven a incursionar en el desafío y la formidable aventura del pensamiento abierto y a recibir aportes de estudiantes (por lo que la mejor manera de aprender es el ejercicio de la cátedra).

Los pioneros de lo que hoy se conoce como “seminarios socráticos” -debido al sistema de mayéutica a que recurría el filósofo, es decir, a través de preguntas reiteradas- son tres pensadores destacados: Scott Buchanan, Mortimer Adler y Michael Strong que han incorporado de modo sistemático las características antes mencionadas en sus libros y enseñanzas (o más bien tutorías) que resume este último autor en The Habit of Thought. From Socratic Seminars to Socratic Practice.

Antes he escrito sobre el filósofo griego que comentamos, ahora reitero parcialemte lo consignado. “Para novedades, los clásicos” es la oportuna fórmula anónima del caso. Sócrates es el personaje ateniense de todos los tiempos, es uno de los que más ha influido en la historia de la civilización. Fue una representación cabal de la defensa del libre albedrío y la consecuente negación del determinismo físico, es decir, del repudio a la condición humana. Su muerte constituyó una muestra cabal de la degradación de la idea de la democracia: las votaciones para su exterminación fueron de 281 contra 275: por una mayoría de 6 votos se condenó a muerte a un filósofo de setenta años por defender valores universales de justicia. Este acontecimiento que avergüenza la historia de la humanidad, es el primer caso de kleptocracia superlativa bajo el ropaje de la “bendición” de mayorías ilimitadas, luego vendrían los Hitler, Perón, Stroessner, Batista (en su primer mandato), Trujillo, Somoza (en su primer y último mandato), Allende y Chávez en lo que parece ser una interminable galería de tremebundos fiascos electorales.

Como explican los Giovanni Sartori de nuestra época, la democracia se traduce en un aspecto formal que son los procesos de votación y un aspecto sustancial cual es el respeto irrestricto a los derechos individuales. De allí los contragolpes de Estado como el derecho a la resistencia a la opresión debido a los anteriores golpes a las instituciones libres, lo cual para nada significa necesariamente adherir a lo sucedido a continuación cuando irrumpe la macabra insistencia en el atropello de derechos: un ejemplo extraordinario de lo contrario ha sido el contragolpe de las colonias en el Norte de América contra Jorge III en el siglo XVIII (derecho a la rebelión plasmado en su Declaración de Independencia).

Sócrates era hijo de un escultor y una partera por eso decía que su inclinación siempre fue la de “parir ideas” y de “esculpir en el alma de las personas en lugar de hacerlo en el mármol”. A pesar de que un presidente argentino, a la pregunta de un periodista en Roma, respondió que su lectura preferida eran “las obras completas de Sócrates”, el filósofo nunca escribió nada para el público, lo cual, naturalmente, no significa una diatriba contra las bibliotecas como el mayor acervo cultural con que cuenta la especie humana.

En estos tiempos de zozobra e inquietudes sobre la dirección de los acontecimientos, hacer un alto en el camino y darle la bienvenida a un baño de luz socrática a través de sus enseñanzas infunde renovadas fuerzas y fortalece en alto grado las esperanzas, a veces un tanto debilitadas y alicaídas. Posiblemente una de las formas de captar la notable riqueza de las múltiples facetas de Sócrates consiste en pasar revista a los puntos medulares de sus enseñanzas, las cuales podemos dividir en cuatro grandes capítulos que mencionamos muy telegráficamente a continuación.

Primero, la importancia de sabernos ignorantes y de someter los problemas a la duda y a la confrontación de teorías rivales. Ubi dubiam ibi libertas (donde hay duda, hay libertad) reza el aforismo latino, puesto que si hay certezas de nada sirve la libertad ya que el camino es necesariamente uno. De allí la muy higiénica separación entre el poder político y las religiones: quien dice tener la verdad absoluta resulta un peligro si se le otorga poder.

Segundo, la tarea primordial referida más arriba en cuanto a que un buen maestro induce y estimula las potencialidades de cada uno en busca de la excelencia (areté), crear curiosidades, fomentar el debate abierto y mostrar el camino para el cultivo del pensamiento a través de preguntas (la mayéutica que hemos mencionado) que abren las puertas al descubrimiento de órdenes preexistentes que, por tanto, no son fruto del diseño humano ni de ingeniería social. En este contexto, el relativismo epistemológico es severamente condenado como un grave obstáculo al conocimiento de la verdad.

Tercero, el alma (psyké) como la facultad de adquirir conocimiento y la virtud como la salud del alma (“la virtud es el conocimiento” nos cuenta Platón que refería Sócrates) y su inmortalidad diferenciada de la estructura de lo material en el hombre y su posibilidad de captar el bien moral y diferenciarlo del mal, el cual, según la tradición socrática, se elige por ignorancia y falsa estimación de lo que es bueno. 

Y cuarto, la desconfianza en la soberanía de la multitud al efecto de adoptar acciones compatibles con la justicia (vale una digresión para recordar que de ahí es que los autores de los Papeles Federalistas en Estados Unidos adoptaran el pseudónimo de Polibio quien enfatizaba la superioridad del sistema republicano para mantener el poder en brete) y que no puede el hombre dedicarse bien a la filosofía y, al mismo tiempo, a la política puesto que se trata de cosas distintas.

Veamos un ejemplo que resume el testamento de Sócrates en los diálogos platónicos: “Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes o viejos, que antes que el cultivo del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento […] la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia”.

El primer día de clase en mi colegio en Washington y trece años después también en mi primer día de clase en un seminario en New York, en ambos casos, coincidentemente, en base a una ilustración de Pascal, los profesores inauguraron sus lecciones dibujando en el pizarrón dos círculos de diferente diámetro y dijeron que se trataba de distintas dosis de conocimiento y que el resto del pizarrón representaba lo desconocido. Acto seguido nos invitaban a los alumnos a prestar atención al hecho de que la circunferencia mayor está más expuesta a la ignorancia, con lo que ponían de manifiesto que cuanto más se conoce más se tiene conciencia de la propia ignorancia.

Este ha sido un punto central en Sócrates: saber que la ignorancia es infinita y su reconocimiento constituye prerrequisito fundamental para poder incorporar conocimientos. Einstein decía que “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos” a lo que debe agregarse que en los temas que estamos especializados también somos muy ignorantes, lo cual como ha escrito Popper, es el motor de futuras investigaciones a través de una interminable serie de refutaciones y corroboraciones siempre provisorias. Aparentemente, una de las nuevas casas de estudio globales sin campus que adoptan el método socrático on line es hoy la Universidad Minerva.

Sócrates en sus disquisiciones que recogen los oídos platónicos se adelantó a lo que en la actualidad denominamos “la teoría de la manada de elefantes”. En no pocas oportunidades cuando se señala un problema se suelen señalar otros de tenor equivalente con la intención de minimizar el que está bajo foco ya que si se generaliza se pierde la posición relativa de lo que se discute. Esta forma de tratar las cosas se ha denominado “la teoría de la manada de elefantes”, es decir, cuando se apunta a un mal se pretende inundar de males con la idea de relativizar el entredicho: cuando se señala a un elefante ingresa a la escena una manada al efecto de nublar la perspectiva. Lo importante en este caso es no perder de vista lo dicho ya que la multiplicación de problemas no justifica la existencia de lo analizado en primer lugar.

También Sócrates ridiculiza la actitud de aquel rey egipcio que condenaba la escritura porque contribuían a “despreciar la memoria”, lo cual recuerda a quienes no parecen apreciar las ventajas de instrumentos que facilitan cálculos y otras faenas liberando así capacidad intelectual para dedicarla a otros menesteres.

La tradición del liberalismo clásico se basa en aquellos postulados de apertura mental: nosotros mismos no sabemos que haremos mañana, podemos formular una conjetura pero cuando las circunstancias se modifican cambiamos nuestras prioridades, por ende, mal podemos tener la arrogante presunción de dirigir las vidas de millones de personas. El conocimiento está siempre disperso y muy fraccionado entre los integrantes de las sociedades. La soberbia es la característica medular del espíritu totalitario que no concibe procesos de coordinación espontánea sino que pretende conocerlos y dirigirlos. De este modo, en lugar de conocimiento fraccionado y disperso, se impone la ignorancia concentrada.

Por su parte, Sócrates constituye un ejemplo de la necesaria modestia intelectual y una refrescante actitud frente a la vida en cuyo contexto destaca la trascendencia de trasmitir valores a través de procesos educativos, “inmortalizando la semilla” según su célebre fórmula que queda estampada en Fedro o del Amor.