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jueves 17 de noviembre de 2005

¿Son neutrales las palabras?

A pesar de quienes se empeñan en asegurar que lo que vale son los hechos y no los discursos, la incontinencia verbal de la Argentina ante el mundo influye negativamente –y mucho– en la posibilidad de captar inversiones útiles para nuestro país.

Después del tristísimo espectáculo de Mar del Plata, el ejército de justificadores argentinos salió inmediatamente al cruce de todas las mentes del sentido común que, como no era para menos, habían criticado las maneras de la Argentina y su gobierno en ocasión de la Cumbre de Presidentes. La frase preferida de los que siempre tienen un argumento para explicar la congénita mala educación del país esta vez fue: “aquí lo que cuentan son los hechos, no las palabras”.

Independientemente de que al lado de la verborragia barata y de poco nivel que brilló en Mar del Plata hubo hechos que valieron efectivamente más que ellas, vale la pena preguntarse si, en el fondo, las palabras son en efecto, neutrales.

El mundo es amplio y los países se presentan ante las eventuales oportunidades de progreso con todo lo que tienen. Esas oportunidades están teñidas con el color de las inversiones. Son ellas las que vuelcan la suerte de los países y de su gente. Es la confianza en un horizonte de reglas de juego claras y de personas dignas lo que hace que el dinero fluya de un lugar a otro en condiciones civilizadas.

Se me dirá: “hay también inversiones en Irak”. Es cierto. Pero la tasa de retorno que ese pueblo pagará para que un fajo de billetes se invierta en su suelo en las presentes condiciones será tan alta que las consecuencias hacen poner en duda la verdadera utilidad de la inversión.

No es verdad que a la inversión conveniente, útil para el país, le sea irrelevante que del otro lado haya un conjunto de cachafaces o un pueblo serio del que sólo se pueden esperar reacciones racionales.

En ese contexto, claramente, las palabras, como expresión de un yo interior sincero y verdadero constituyen una especie de adelantado que entrega a quien quiera escucharlo una especie de breviario de quien tenemos enfrente.

Las palabras de la Argentina son palabras de baja estofa. Nuestras maneras son de cuarta categoría y nuestras posturas son las de un guapo devaluado. Incluso haciendo todo bien, toda esa envoltura desempatará en contra nuestra cuando nos comparen con otros países que también hacen las cosas bien, pero que, además, se muestran como pueblos educados.

La educación argentina se ha deteriorado. De ser la joya latina de América por la obra de Sarmiento, ha caído a niveles alarmantes. No obstante, el efecto residual de aquella revolución que encabezó el sanjuanino aún permanece y no faltan quienes identifican a la Argentina como uno de los lugares más sofisticados de la región. Sin embargo, el cachafaz que llevamos dentro se apodera de nuestras formas exteriores y es la cara que todos ven cuando nos miran.

Si alguien siguiera las empinadas descripciones que se hicieron de la Argentina en los años pico de su gloria, se dará cuenta de que nada cambió. Aun cuando la educación estaba pulida por la disciplina y los valores, aun cuando la riqueza asomaba por cualquier rincón que el visitante observara, aun cuando todos identificaban a la Argentina junto con Estados Unidos como el futuro del mundo, aun así nadie dejaba de anotar los desplantes, la soberbia, las malas maneras, la guaranguería. En suma, los mismos perfiles de hoy, quizás aumentados y corregidos por la miseria y la pobreza.

Son célebres las observaciones de José Ortega y Gasset cuando visitó el país en 1929 y escribió “El Hombre a la Defensiva”. También recordamos el sutil anagrama del premio Nobel de Literatura, Jacinto Benavente, cuando, preguntado sobre qué opinaba de nosotros, contestó que su opinión estaba oculta dentro de la propia palabra “argentinos”. Alguien al tiempo reveló el dilema, descubriendo que con las letras de la palabra “argentinos” solo puede formarse la palabra “ignorantes”.

Las palabras no son neutras. Son embajadoras sin cartera de un carácter nacional. Tampoco tienen que ver con la excelencia educativa de las escuelas. Ya comentamos que aun en nuestros tiempos de oro quienes nos veían no distinguían otra cosa que no fuera una manga de mal educados.

¿Qué otra cosa que una muestra de esas bajezas fue el episodio de Borocotó (ahora llamado Borocobró o Tocorrobó)? Este espectáculo gratuito que ofrecemos al mundo no cae en saco roto. Ningún inversor sensato, que espera tasas de retorno civilizadas, después de observar eso se contenta con las cifras del superávit fiscal.

Como Ortega y Benavente antes, el mundo juzga las maneras de los países para decidir con quién quiere viajar…

Y nadie está demasiado a gusto compartiendo el asiento de la vida con un guarango. © www.economiaparatodos.com.ar




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