Tensiones entre la historia y la verdad
Dice Tolstoi que la historia sería una cosa excelente si fuese siempre verdadera
Los filósofos de la historia, en particular Max Weber y Raymond Aron, lo han demostrado claramente en sus escritos, señalando que el punto de vista de un historiador es siempre relativo, por estar inmerso en “otro proceso” al momento de contarla.
Ciertas falsificaciones de la misma, transforman algunos hechos en transgresiones de la verdad, que promueven el ocultamiento de cuestiones que se tratan de evitar por resultar “inconvenientes”, o simplemente, porque “a un historiador le es prácticamente imposible acceder a TODOS los hechos que le permitan mantener una objetividad metodológica y de probidad personal que se llama IMPARCIALIDAD” (Revel).
La prueba de lo que sostenemos está en la “selección de pruebas” sobre hechos ocurridos, que pueden afectar algunas teorías personales del historiador, quien muchas veces utiliza sus investigaciones como instrumento para librar un combate ideológico y/o defender prejuicios culturales de una escuela histórica y/o política a la que pertenece.
Este mal se ha arraigado especialmente en algunos países subdesarrollados, que necesitan exaltar una épica que les permita justificar su manifiesta renuencia a aceptar las reglas de juego de un mundo que deviene del comportamiento alternativamente “oportuno o inoportuno” de los individuos cuando deben aceptar la realidad sin cortapisas. La Argentina no ha sido una excepción en este aspecto.
La manera de “manipular” las estadísticas termina siendo entonces una arbitrariedad por considerar solo una parte de la verdad, con el objeto de sostener un régimen político, un credo religioso o un descubrimiento científico, en relación al beneficio que pueda resultar de la adopción de los mismos.
A mediados del siglo XIX, Michelet y Tocqueville se preocuparon por examinar minuciosamente algunos archivos provinciales franceses, tratando de extraer la historia del pensamiento imperante por entonces, en relación con ciertas verdades montadas para satisfacer determinados intereses particulares. Encontraron al hacerlo numerosas inconsistencias y falsedades que habían sido “pasadas por alto” (¿).
El kirchnerismo ha resultado ser un “maestro paradigmático” en este asunto de “inventar” una historia. Su advenimiento al poder y el catecismo revolucionario predicado nos han intrigado especialmente a quienes no hemos podido registrar antecedentes que prueben la veracidad de lo que siempre sostuvieron al respecto.
La imagen de una “revolución” inexistente, consistió más bien en el rodamiento de un plan de apropiación del poder, inoculando en la masa engatusada por Néstor y Cristina la “guarda” de un proceso que permitiera sostener una soberanía supuestamente postergada, sacralizando propuestas de una izquierda “aparente” para convertirlas en una proclama épica.
El kirchnerismo fue escondiendo así sus constantes fracasos detrás de falsedades que pretendió sostener para destruir un pasado supuestamente “indecente”, promoviendo una democracia de pensamiento único.
La lista de errores cometidos para encubrir su gran mentira histórica – que jamás aceptó discusión alguna sobre “lo verdadero y lo falso”-, ha terminado arrastrando finalmente al gobierno de Cristina Fernández por patrañas nacidas en la época de la presidencia de su marido.
Haber jugado la batalla de la “reconstrucción nacional” apoyándose en una izquierda en la que no creían (y que usaron cínicamente como argumento mientras se enriquecían escandalosamente), terminó por provocar la caída clamorosa de una realidad “pintada” que pretendía desplazar la verdad “verdadera”, manteniendo un compromiso “cero” con ella.
A eso se debe que el gobierno se vea enfrentado hoy a un sofisma político de resolución imposible, intentando explicarlo a partir de una “reinterpretación” que le permita girar en redondo 180a, cambiar de rumbo y salvarse. Es demasiado tarde y 2014 no es 2002. Ni en la Argentina, ni en el resto del mundo.
La “historia oficial” ha quedado al desnudo, aunque intenten apelar ahora a ciertas argucias semánticas, como acaba de hacer Zannini dirigiéndose a “una juventud partidaria maravillosa que brota por todas partes” (sic).
Esa juventud a la que solamente se ve “brotar” en cargos públicos muy bien remunerados desde los cuales están destrozando la administración pública.