Todo termina algún día.
En la política, como en la vida misma, todo se termina, todo finalmente concluye. El delirio de algunos personajes nefastos puede hacerles creer que su presente es eterno. El poder obnubila, las «alfombras rojas» marean y determinadas circunstancias pueden hacer que un ser humano pierda contacto con el mundo real, al punto de creerse un monarca, sin registrar que es solo un dirigente elegido por una minoría ciudadana ocasional.
La historia de la humanidad corrobora empíricamente esta visión en muchos de sus tramos. Ni los imperios más vigorosos pudieron sobrevivir en el tiempo y un día concluyeron su ciclo, pereciendo invariablemente. Las crónicas muestran cierta continuidad en esos procesos, pero en realidad fueron momentos de gloria y abrumadores fracasos, en forma intermitente.
El fatalismo puede hacer creer que todo está mal, que será peor aún y que las sociedades están condenadas al sufrimiento eterno. Eso no se ajusta a lo que ha sucedido cuando se reconstruyen los hechos del pasado.
No menos cierto es que esos periodos de euforia y posterior deterioro pueden durar más, o a veces un poco menos, según como reacciona la sociedad. Con actitudes más serviles y de resignación, pueden prolongarse en el tiempo. Cuando la gente reflexiona y pone límites a los desmadres, los plazos se acortan dando lugar a una nueva fase, que no necesariamente será mejor, pero que con otros ingredientes garantiza ser diferente.
Los populismos ya han demostrado su gran capacidad de mutación, han exhibido su talento para reaparecer de tanto en tanto, aunque no necesariamente con los mismos protagonistas. Su accionar no se extingue para siempre, sino que solo se agazapa para luego volver al ruedo.
Probablemente eso sucede porque la gente cree que el problema es su gobernante circunstancial, sin comprender que la cuestión de fondo pasa por sus propias ideas aplicadas a lo cotidiano. Supone, ingenuamente, que si se desprende del personaje de turno, todo se resolverá mágicamente, sin entender que es muy probable que pronto surja otro caudillo para continuar la dinámica de su predecesor, sin siquiera mencionarlo, asumiendo una nueva etapa fundacional, para hacer más de lo mismo.
Varios países están viviendo este proceso de inexorable salida de una fase política. Los mandatarios actuales se resisten a aceptarlo y sus seguidores también. La impotencia los invade y por eso toman medidas que son mucho más insensatas que las habituales. Estos personajes suponen, equivocadamente, que profundizando la línea de acción seleccionada, que redoblando la apuesta, evitarán su ineludible derrotero.
El futuro de muchas naciones es mejor que su presente. Es probable que alguna cuota de cordura y sentido común llegue pronto. No es que hayan comprendido la magnitud de los errores, sino que la inviabilidad intrínseca del populismo obligará a los nuevos liderazgos a corregir rumbos. Esto no ocurre por convicción, sino porque no les queda otra posibilidad frente a los desvaríos del pasado y la herencia recibida que deberán administrar.
Cualquiera sea la razón, lo cierto es que los líderes contemporáneos culminarán sus mandatos, y eso ocurrirá irremediablemente, aunque ellos no lo puedan aceptar. Seguramente, sus mentes enfermas de autoridad, no pueden asumir el duelo que implica la pérdida de poder. Es que sus excesos tienen costo porque nada es gratis. Un día los mismos que los aclamaban, demandarán su retiro y hasta desearán su encarcelamiento por los abusos.
Lo que viene será seguramente mejor. Ya no porque la gente haya comprendido la magnitud del problema ni las implicancias de las decisiones del pasado, sino porque cierta racionalidad resulta imprescindible para retomar el sendero de lo posible, de lo admisible y realizable.
El populismo puede construir una fantasía durante algún tiempo, pero tarde o temprano, sus dislates se convierten en inconsistentes contradicciones, configurándose en la causa central de la debacle. Son los populistas de siempre, los que se han cavado su propia fosa. Sus desatinos y disparates, su desconexión de la realidad, constituyen la razón principal de su retroceso y de esta humillante forma de abandonar el poder.
Por algún tiempo, pensaron que eran individuos iluminados, superdotados, que eran los «elegidos», sin darse cuenta de que solo fueron convocados por la ciudadanía para administrar una porción del presente y siempre con fecha de vencimiento. Les ha faltado la humildad de los grandes. Sus egos los han traicionado, colocándolos en un lugar en el que nunca estuvieron. Fueron los aplaudidores de siempre los que los han elogiado desproporcionadamente haciéndoles creer que eran superiores.
La realidad está haciendo su parte y ahora se acerca el momento de vivir la etapa del declive, de esa cruel fase en el que los mismos que los apoyaban los reprueban, hasta el punto de ponerse en las filas adversarias para provocar su ocaso. No es más que el precio de los errores propios.
La gente lo sabe, o al menos lo intuye, aunque el pesimismo a veces juegue una mala pasada. Todo concluye en algún momento. Inclusive lo que vendrá también se agotará alguna vez. Aunque los que gobiernan se resistan, se enfaden y pataleen como un niño con berrinche, no lo podrán evitar. Todo termina algún día.
Alberto Medina Méndez
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