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jueves 2 de junio de 2005

Triste adiós a la corona por parte del rey Kulimoetoke

La reciente destitución del titular de la corona en el remoto reino de Wallis pone sobre el tapete cómo el nepotismo puede jugarles una mala pasada a sus practicantes y despojarlos de todos los privilegios que les permitían ejercerlo.

Las monarquías escasean en nuestros días. Para algunos, ellas son una institución romántica. Para otros, en cambio, una rémora odiosa. Pero eso es normal, porque en la viña del Señor hay para todos los gustos. Lo cierto es que, políticamente, ellas son casi una especie en extinción.

Por eso, cada vez que, de pronto, cae algún rey, el hecho es noticia. Aunque su reinado esté emplazado en algún lugar remoto y paradisíaco. Como le acaba de ocurrir en el ex-Reino de Uvéa, más conocido como “Wallis”, a un octogenario personaje.

Se trata de un viejo monarca, que hasta hace poco era el Rey Kulimoetoki. Había reinado durante 46 tranquilos años en un tan pequeño como paradisíaco archipiélago de apenas 96 kilómetros cuadrados, en el Océano Pacífico. Sus súbditos eran apenas unos 10.000, de origen polinésico, con raíces en Tonga, mayoritariamente católicos. En las cercanías de Wallis hay, también, cabe apuntar, otros dos muy pequeños reinos: Alo y Sigave. Hasta ahora, ambos viven en paz, sin demasiados problemas.

En 1961, ése reino, el de Wallis, que hasta entonces había sido un “protectorado” francés pasó –luego de un sencillo referéndum– a ser un “territorio francés de ultramar”.

El buen rey Kulimoetoke (conocido en Wallis como el “lavelua” local), que reinaba asistido por un primer ministro y por un gabinete de apenas cinco personas, tenía, como a veces ocurre en “las mejores familias”, un nieto bastante complicado: Tungahala. Un poco malcriado y bastante soberbio, como veremos. Y él fue su perdición.

El mencionado Tungahala, de 25 años de edad, fue condenado a 18 meses de prisión por homicidio culposo cuando, luego de beberse ( una tras otra) unas 26 botellas de cerveza, se llevó por delante a una persona mientras conducía raudamente en una de las pocas rutas transitables del pequeño país.

No era ésa, ciertamente, su primera fechoría. En rigor, había cometido ya unas cuantas, y de algún calibre. Como amenazar a algunos agentes policiales. O producir daños a la propiedad pública. Como suele suceder con algunos hijos de papás poderosos, que creen que pueden llevarse al mundo por delante con absoluta impunidad, porque total… mi papá o, en este caso, mi abuelo…, “arreglará las cosas”. Sin embargo, no es siempre tan así.

Después de la tragedia en la ruta, Tungahala –preocupado y con una vida inocente a cuestas– corrió a refugiarse en la casa de su abuelo, de donde las autoridades policiales locales intentaron, sin éxito, sacarlo para que cumpliera su pena.

La corona sostuvo que Tungahala ya había cumplido con su obligación legal al haber, luego del episodio –debidamente asesorado– obtenido el llamado “Faihu”. Esto es, el perdón de la familia de la víctima, según las tradiciones religiosas locales. En este caso, a cambio de alguna presión y no sin seguramente recurrir a usar algún “temor reverencial”, acompañados de algunas “erogaciones conducentes”, concretamente de algunos sabrosos lechones que se entregaron absurdamente, cual moneda de cambio, para pagar la vida tronchada. Se utilizó, en verdad, un recurso tradicional. Pero en este caso particular, resultó bastante poco político.

El puntilloso y corajudo prefecto de la Policía local, Xavier de Fürst, argumentó que esas tradiciones religiosas milenarias no podían estar hoy –nunca– por encima de la ley. Porque así lo disponía una norma local sancionada en 1961, formal y expresamente. Por lo que insistió en que Tungahala debía, sí o sí, ir preso.

Con los ánimos visiblemente caldeados, el monarca –al verse desafiado abiertamente por la policía local– tomó, con sus ministros, una mala decisión que lamentará seguramente para siempre. La de expulsar de su reino, con cajas destempladas, presuntamente por desobediente, a Xavier de Fürst y, para no quedarse corto, también al Presidente del tribunal judicial que había condenado a prisión a su nieto.

La cuestión, para su desgracia, escaló rápidamente a otro nivel. Bien distinto, que devino repentinamente inmanejable. El de sus pares, los nobles locales.

Para desgracia de Kulimoetoke, ciertamente. Porque las familias nobles –allí llamadas “Alikies”– decidieron que el rey se había extralimitado, tratando de proteger excesivamente a un joven –irresponsable– de su propia sangre.

Por esto, de acuerdo también con las ancianas costumbres locales, iniciaron contra el monarca un inesperado y repentino proceso de destitución. Lo que era legalmente posible, porque la monarquía, al menos en Wallis, no es hereditaria sino aristocrática. Lo que quiere decir que son precisamente las “Alikies” quienes eligen y, en su caso, destituyen al monarca local.

Y Kulimoetoke, a los 86 años y enfermo, tuvo que decirle, de pronto, adiós a su corona y a todas sus diversas candilejas y privilegios.

La moraleja política parece simple: no hay nada peor que el nepotismo, en especial cuando se lo exagera. Y, más particularmente, cuando se trata de promover o, como en este caso, proteger burdamente a un descendiente de la propia sangre, del que los demás están absolutamente hartos, aunque quizás no se note demasiado. Carísimo error, entonces, el de Tungahala. © www.economiaparatodos.com.ar



Emilio Cárdenas es ex Representante Permanente de la Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas.




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