Un libro para el momento
Acaba de publicarse The Libertarian Mind como una actualización de otro también de David Boaz, ahora editado por Simon & Schuster. Cuando se traduzca al castellano habría que titularlo La mente liberal, expresión esta última que afortunadamente mantiene su sentido original fuera de Estados Unidos país en el que, de un tiempo a esta parte, el término ha sido expropiado por el estatismo a pesar de que algunos académicos estadounidenses la mantienen en sus escritos y no se rinden a esta tergiversación lingüística.
La obra no puede ser más oportuna puesto que analiza los temas más relevantes que son inherentes a una sociedad abierta (para recurrir a terminología popperiana). Abre su libro con una ráfaga intensa de optimismo en la comprensión y difusión de las ideas liberales en el sentido clásico de la expresión, en sentido original del término que el mismo autor nos recuerda: el bautismo del liberalismo convertido en sustantivo por vez primera en las Cortes de Cádiz de 1812 ya que antes se lo utilizaba como adjetivo para indicar generosidad.
En ese primer capítulo, Boaz destaca que una encuesta de CNN revela que esas ideas en Estados Unidos se vienen afirmando ya que, entre 2002 y 2012 ha habido un crecimiento de un treinta por ciento en los consultados que ponen de manifiesto que apoyan estas ideas en una serie de rubros, independientemente de la etiqueta a que recurran para ubicarse en el espectro político. Esta es solo una muestra para respaldar el optimismo del autor respecto al futuro, cita gran cantidad de documentación, entrevistas, artículos en periódicos y revista de venta masiva, debates en centros académicos y libros publicados en los que sobresale lo dicho. También extiende su optimismo a otras partes del mundo al señalar síntomas alentadores que en muchos casos no son aun percibidos en la superficie de los acontecimientos.
En un segundo capítulo se detiene a considerar las raíces de las ideas que defiende desde su prehistoria, a la noción de derecho natural, la tolerancia religiosa, el pluralismo, el liberalismo del siglo dieciocho en Inglaterra, el concepto de la división de poderes, las libertades individuales y la limitación en las funciones y atributos al gobierno. Luego menciona la declinación del espíritu liberal para finalmente volver sobre el resurgimiento de esa tradición de pensamiento en cuyo contexto hace un zoom sobre la Escuela Austríaca.
De más está decir que resulta imposible pasar revista de un libro de más de cuatrocientas páginas en una nota periodística, pero es del caso subrayar algunas consideraciones del autor siempre en un territorio en el que marca la importancia del respeto a los contratos, a los derechos de propiedad y a los procesos abiertos de mercado.
Combate el significado popular del derecho al escribir que erróneamente se piensa que “cualquier deseo equivale a un derecho” lo cual ilustra con ejemplos que en verdad resultan chocantes por lo absurdo de los reclamos. Esto nos recuerda el análisis orwelliano. Otras veces he citado el ejemplo que trasmitió Gabriela Calderón: en la Asamblea Constituyente de Ecuador, los secuaces de Rafael Correa propusieron seriamente incluir en la Constitución -afortunadamente la moción no prosperó- “el derecho al orgasmo de la mujer”. Esto es una sandez mayúscula pero es cierto que muchas de las constituciones modernas confunden una expresión de deseos con un derecho con lo que se apartan por completo de toda la tradición constitucionalista desde la Carta Magna de 1215 en adelante.
En este sentido debe puntualizarse que si se demanda un “derecho” sobre algo que no se obtiene libre y voluntariamente, necesariamente quiere decir que otros se verán compelidos a entregar la diferencia con lo que ese alegado “derecho” se convierte en un pesudoderecho puesto que no puede otorgarse sin lesionar el derecho de terceros.
David Boaz además explica la inexorable armonía de intereses y la imposibilidad de conflictos allí donde se respetan los derechos de todos. Es especialmente iluminador el cuarto capítulo dedicado a la dignidad del ser humano, donde alude al significado del individualismo metodológico junto a la recurrente manía de referirse a agregados como si tuvieran vida propia como aquello de que “el país demanda” o “la gente piensa tal o cual cosa” ya que como apunta el autor “solo los individuos actúan” y “solo los individuos piensan, aman y persiguen proyectos. Los grupos no tienen planes ni intenciones. Solo los individuos están imbuidos de la capacidad de la decisión […] Los individuos pueden y sin duda frecuentemente deliberan en grupos pero es la mente individual la que elige. Más importante aun, solo los individuos asumen la responsabilidad por sus acciones”.
A continuación critica la visión conservadora de intentar imponer una visión moral según los valores de esa corriente de pensamiento que frecuentemente lesiona derechos de otros, sin percatarse que el eje central de una sociedad libre consiste en el respeto recíproco independientemente de que las acciones y pensamientos de nuestro prójimo no coincidan con la nuestras. Precisamente, en eso consiste la posibilidad de la convivencia civilizada: que cada uno proceda como considere pertinente sin invadir derechos del prójimo, por tanto, sin confundir lo que puede interpretarse como vicios con lo que son crímenes. Como concluye Boaz en este apartado “la función de los gobiernos no estriba en imponer cierta concepción moral [que excede el plano del derecho] sino el establecimiento de marcos institucionales para que cada individuo siga su camino del modo que lo considere mejor, siempre y cuando no interfiera con iguales derechos de otros”.
Por nuestra parte subrayamos que todo el sistema de la libertad descansa en un concepción ética que es el respeto recíproco lo cual a su vez se sustenta en el derecho de propiedad, comenzando por el propio cuerpo y el pensamiento y por lo obtenido lícitamente en intercambios libres que incluyen donaciones naturalmente realizadas con recursos propios. A su turno, el respeto a la propiedad es inseparable de la Justicia al efecto de “dar a cada uno lo suyo”, al derecho a peticionar, al debido proceso, a la libertad de prensa, a la preservación de la intimidad y a la elección de autoridades en cualquier nivel que sea. En resumen, lo consignado en las Constituciones liberales: el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. El resto de las conductas individuales nada tiene que ver con el uso de la fuerza agresiva puesto que en este contexto solo es aceptable el uso de la fuerza defensiva a través de normas debidamente establecidas para preservar las autonomías individuales.
Más adelante, en el libro que comentamos, el autor enfatiza los graves problemas que crea la legislación que es incompatible con el derecho “que desafortunadamente se la denomina Ley” puesto que en rigor esta última es correlativa al derecho y no al diseño y la ingeniería social de los legisladores. Un ejemplo de esta avalancha de legislación contraria al derecho es la política tributaria que apunta a exprimir al contribuyente en lugar de limitar el impuesto a recaudar para cumplir con las misiones específicas en un sistema republicano, y también Boaz se alarma con razón de la pesada e innecesaria carga de regulaciones que afectan arreglos contractuales en lugar de protegerlos. En este sentido, cita el caso estadounidense donde el Código de Regulaciones Federales ocupa 175.000 páginas en 238 volúmenes con 275.000 burócratas trabajando al efecto, lo cual duplica el número de funcionarios de 1980, todo naturalmente con costos siderales.
Analiza también las falacias tejidas en torno al comercio internacional y recuerda lo dicho por el economista decimonónico Bastiat en cuanto a que para concluir sobre la bondad o el daño de tal o cual política siempre debe verse “lo que se ve y lo que no se ve”, más aun cuando pensadores como Hayek nos dicen que “la economía es contraintuitiva”, esto es, lo que primero se concluye está mal, hay pensar y desentrañar los nexos causales para llegar a una opinión fundada. Es por no detenerse a estudiar los problemas es que, como escribe Boaz, “Gunnar Myrdal, quien recibió el premio Nobel en economía [ ¡junto con Hayek! ], escribió en 1970 en The Challenge of World Poverty que las máquinas que ahorran trabajo no deben introducirse en países subdesarrollados” con lo que demuestra no tener idea del funcionamiento del mercado laboral para lo cual seguramente hubiera prohibido las refrigeradoras que liberaron el trabajo de los hombres de la barra de hielo o las locomotoras a Diesel porque liberaron trabajo de los fogoneros.
Finalmente, me refiero al pensamiento de David Boaz en cuanto a “la economía parasitaria” de los llamados empresarios que en alianza con el poder de turno hacen negocios a espalda de la competencia y los mercados libres y el tiempo y los recursos que deben destinar comerciantes genuinos para protegerse de “la depredación política”.